Ahora caminamos asidos, tú con tus manitas henchidas de mí, y yo, aferrado a la visión de verte sonreír.
jueves, 24 de mayo de 2018
JUNTOS SOMOS LA TORRE QUE ORDENARÁ LOS VIENTOS
Ahora caminamos asidos, tú con tus manitas henchidas de mí, y yo, aferrado a la visión de verte sonreír.
jueves, 10 de mayo de 2018
LAS NUBES NO SON PARA TODOS
Ilustración y cuento de Oswaldo Mejía.
Cap. 14 del libro "Delirios del Lirio"
(Derechos de autor, protegidos)
A pesar de la penumbra envolvente, se podía escuchar el
bullicio proveniente de una gran actividad. Todo latía. Se percibía el flujo de
un torrente alimentando de vida toda esa gran bóveda. Aún así, un denso vaho a
muerte se esparcía en el ambiente y es que ese binomio contradictorio es ley
universal: La vida se presenta como heraldo de la muerte y la muerte es la
renovación de la vida. La gran bóveda estaba hecha de una estructura ósea
recubierta de músculos, tendones y arterias en versión macro que albergaba
infinidad de huevecillos palpitantes. Una mucosidad ámbar barnizaba todo,
creando destellos, brillos y contraluces, todo muy macabro.
Al parecer, yo era el único testigo consciente y tengo negada
la inteligencia necesaria para comprender el inicio de esto, tan sólo me mueve
la necesidad de parasitar. Tengo la virtud de la paciencia… era esperar la
llegada de mi hospedero era lo único que debía hacer.
De manera casi simultánea, muchos de los huevecillos se
rompieron e hicieron eclosión varias decenas de seres con las formas anatómicas
más diversas, desde las más repugnantes hasta las más hermosas criaturas,
algunas hasta tenían aspectos angelicales y mostraban muñones de alas saliendo
de sus omóplatos. Todos pugnaban por abandonar rápidamente el nidal que hasta
ese momento los había cobijado, como si un dictado instintivo los guiara a
emprender el urgente éxodo hacia una misma dirección. Unos se arrastraban;
otros caminaban con la torpeza de un cervatillo recién nacido, trastabillando y
dando tumbos; otros reptaban, mas ellos, sin excepción, se movilizaban
utilizando el mayor potencial de sus fuerzas, lo cual dificultaba que yo
pudiera lograr mi propósito: abordar a alguno de ellos.
Cuando alguno de estos seres alcanzaba a otro, inmediatamente
se desataba una lucha encarnizada donde se derrochaba dentelladas, arañazos,
pinchazos y ataques, cada cual utilizando los recursos que poseían para
agredir. En este contexto, la violencia esgrimida era indistinta de parte de
los seres repugnantes como de los de aspecto angelical que, en contraste a su
dulce apariencia, también sacaban a relucir una desmedida fiereza. El resultado
ineludible era, al menos, la muerte de uno de ellos pues los que venían detrás
y los alcanzaban, también tomaban parte de la contienda. Los que sobrevivían
continuaban la marcha hasta que se topaban con alguno que llevaba la delantera
o eran alcanzados por los rezagados, entonces se reanudaba la reyerta mortal y
despiadada. Cada vez eran menos los que continuaban en carrera. El recorrido
era una estela de vidas segadas y restos sanguinolentos regados como manifiesto
de la crueldad de aquella competencia irracional.
Los pocos que llegaban hasta el final del sendero, hallaban
una entrada estrecha y cavernosa y por allí se introducían, desapareciendo de
mi vista. Todo se había desarrollado de manera rápida y violenta, tal como lo
estipula la vida misma.
Mi agudo olfato o quizás mi instinto, me llevó a volver la
mirada hacia el inicio del drama, la nidada. Allí, entre la penumbra y los
restos de los huevecillos, el último de los rezagados, permanecía sentado
succionando el dedo pulgar de su mano derecha, como si fuera ajeno a todo lo
ocurrido, al pasaje mismo. Su frondosa cabellera azabache marcada por ondas,
apenas si dejaban ver parte de su rostro y su mirada triste y confundida. En
conjunto, su cuerpo y cabellera, daban la apariencia de un arbolito solitario y
seductor amparado en la oscuridad. Cual espora, aproveché una brisa y empujado
por el viento fui a posarme entre sus cabellos. Ni bien tuve contacto con él,
sentí un fogonazo de luz muy intenso pero acogedor; él era puro, limpio, un ser
con mucha luz, de esos que no tienen cabida ni oportunidad de sobrevivir en
este mundo hostil, pero era mi última oportunidad, luego de él no quedaba nadie
a quien parasitar, hubiera tenido que esperar la eternidad para que aconteciera
la siguiente eclosión masiva y yo no me podía exponer a sucumbir en la espera.
Guiado por mí apetito, me abrí paso hasta alcanzar su piel, me adherí a ella y
entonces sorbí de su sangre con avidez y hasta saciarme. Ahora era mi
hospedero, él me pertenecía, entonces, al tiempo que me nutría con su líquido
vital, que me brindaba la dadiva de vivir a sus expensas, me impulsaba a
cuidarlo. Así fue que nuestra relación viró a la mutua dependencia. Protegerlo
a él, era proteger mi propia existencia y estaba dispuesto a darme íntegramente
en ello. Por naturaleza yo tengo enraizado el instinto de la supervivencia ¿Y
por qué no compartir algo de ello con mi hospedero? Ello lo haría competitivo,
luchador y por ende más apto. Si él vivía yo vivía, así es que segregué algo de
mi instinto y lo inoculé en su torrente sanguíneo.
Inmediatamente su organismo reaccionó con un ligero
enervamiento seguido de una euforia inusitada. Se puso de pie y con paso
cansino pero firme inició el recorrido hacia la gruta de salida. Su andar
pausado dio oportunidad a que otros parásitos que se habían mantenido
imperceptibles, saltaran sobre él en pos de su sangre, más sólo tres lograron
aferrarse. Pude notar su presencia pues la sangre de nuestro hospedero ahora
tenía el sabor de la ira, el sabor de la fe y el sabor del razonamiento,
ingredientes aportados por los otros tres parásitos que, al igual que yo, debían
estar empeñados en proteger nuestra fuente de vida… nuestro hospedero.
A partir de entonces, quien nos llevaba a cuestas era un
hombre desafiante, alguien que creía en sí y en sus capacidades para
enfrentarse a cualquier adversidad. Su riego sanguíneo se había acelerado…
caminaba con más aplomo… era casi un semi-Dios terrenal, poseyendo todas las
condiciones para ser un vencedor. Caminamos hacia la gruta de salida, pero él
siempre atento de no pisotear los restos de los caídos en la brutal
competencia.
Cuando llegamos a la gruta vimos un hueco al final, era el
paso a un corredor que concluía en un salón donde se mostraban como únicas
salidas tres puertas. Caminamos llenos de curiosidad, pero con la cautela que
da la prudencia; pasamos el corredor y llegamos al salón. En estado de alerta,
nos mantuvimos dubitativos unos instantes. Desde mi posición, yo percibía,
además de la mía, la angustia de los otros tres parásitos como la de nuestro
hospedero mismo ya que su sangre variaba de sabor según su estado de ánimo y
según lo que aportábamos cada uno de los parásitos en pro de la toma de
decisiones. Éramos lo más análogo a un equipo dedicado a salvaguardar nuestra
supervivencia.
Abrimos una de las puertas y una intensa luz nos encegueció,
pero sólo un instante. Inmediatamente vimos un ambiente lleno de escaleras
inconexas por donde se paseaban seres muy extraños que desafiaban la gravedad y
la lógica pues muchos tramos de estas escaleras debían hacerse caminando de
cabeza, como si se tratara de un mundo al revés. Nos llamó la atención un tipo
con el cráneo rapado que tiraba de una cuerda atada a una piedra a la que le
daba órdenes; otro se auto-flagelaba las espaldas mientras recitaba plegarias;
muchos reían a carcajadas sin motivo alguno. Vimos a uno trepado a una vara y
con una brocha en la mano, intentando alcanzar el cielo para pintar un Sol
esplendoroso. Una mujer lloraba sin cesar mientras cargaba entre brazos a un
bebé imaginario. Un anciano de mirada extraviada hablaba sobre historias de
mundos fantásticos que a nadie le interesaba escuchar. Todo allí era una mezcla
de estupidez, demencia y absurda genialidad. Un tipo vestido con sombrero y
ropas multicolores, con una pluma entintada en sangre, se nos acercó y nos
dijo:
-¡Bienvenido a la locura!- A continuación, con su pluma
ensangrentada escribió algo en la frente de nuestro hospedero -Ya eres uno de
aquí, puedes volver cuando lo desees- dicho esto, se fue caminando hacia atrás
sin quitarnos la vista de encima.
Salimos, cerramos aquella puerta y nos enrumbamos hacia la
siguiente. Ni bien abrimos la segunda puerta, una mezcla de olores nauseabundos
pero tentadores cual feromonas llegaron hacia nosotros. El lugar estaba
escasamente iluminado por una tenue luz rojiza y todo lo visible tenía
impregnado un sabor retorcido y patético. Casi todos los allí presentes, tenían
garabateadas caricaturas de sonrisas en sus rostros. La mayoría de ellos
bebían, fumaban, contaban monedas y copulaban; los que no, yacían tirados en el
piso o arrumados en algún rincón en posiciones que semejaban a muñecos
desarticulados. El piso estaba alfombrado de secreciones y vómitos, por lo que
decidimos no dar un paso más hacia el interior. Una mujer semi desnuda y con un
tufo a todos los vicios, vino hacia nosotros, rodeó el cuello de nuestro
hospedero con sus brazos y se restregó contra su anatomía, a continuación, le
estampó un prolongado beso en la boca. Yo sentí claramente la contaminación de
la saliva de la mujerzuela en la sangre de nuestro hospedero. Cuando por fin se
separó, la mujer puso el dedo índice en sus labios y dijo:
-Cuando tu soledad te agobie, tienes un lugar aquí- Nos dio
la espalda y se alejó cimbreando sus nalgas y caderas. Presurosos y algo
asqueados salimos de allí y cerramos la puerta.
Al llegar a la tercera y última puerta, la abrimos con
extremo cuidado, muy lentamente. Nuestro hospedero introdujo la cabeza y vio
que allí reinaba un cielo azul apenas interrumpido por un largo muro y una
columna en primer plano sobre la que estaba recostada la criatura más hermosa
que pudiera imaginarse. Ella lloraba y con delicadeza juntaba sus lágrimas en
un cuenco. Cuando se dio cuenta de nuestra presencia, nos preguntó:
-¿Tienen sed, verdad?- y nos ofreció a beber las lágrimas que
había recolectado en el cuenco. Luego de beber el dulce líquido, los cuatro
parásitos, al unísono, nos percatamos de que ella era la primera que se había
dirigido a nuestro hospedero hablándonos en plural.
La mujer tomó de la mano a nuestro, hasta ese momento,
hospedero y le susurró al oído:
-Nunca más tu mano estará huérfana, yo no voy a soltarla…- Y
juntos empezaron a caminar hacia un espiral ascendente que culminaba en una
gran burbuja. En el camino cayeron cuatro plumas blancas y en cada una,
nosotros, los parásitos. Ese hombre ya no era de aquí, estaba completo y ningún
parásito era digno de beber su sangre…
jueves, 3 de mayo de 2018
ENAJENIA
Ilustración y prosa de Oswaldo Mejía.
(Derechos de autor,
protegidos)
Y asquerosamente sentimental.
Soy letal.
Soy un perol infernal donde se cuecen ideas sueltas.
Cabalgo entre la confusión y sobre mi caos escribo:
¡Abran paso a este débil súper-hombre!
viernes, 13 de abril de 2018
DESTRUCTEORICA PARA BARDO
miércoles, 28 de marzo de 2018
GOLONDRINAS DE OCTUBRE
Ilustración y cuento de Oswaldo Mejía.
Cap. 13 del libro "Delirios del Lirio"
(Derechos de autor, protegidos)
Escribía… y escribía… y escribía, quizás con pasión, quizás
con rabia. Encendía un cigarrillo tras otro, siempre dentro de su burbuja. Los
instantes que detenía ambas acciones eran para elevar su mirada hacia el cielo
como aguardando que este le diera la orden de “¡Basta ya!” Pero siempre era
repetitivo y cíclico su accionar. Al cabo de unos segundos bajaba su mirada y
todo volvía a empezar, retomaba su escritura y su incesante encender de
cigarrillos. Tiempo atrás, mientras escribía y adicionaba lo escrito a su gran
libro, no dejaba de estar atento a mis necesidades: que si tenía mi agua
fresca; que nunca faltarán mis galletitas; que si la ventana estaba abierta o
cerrada, según el frío o calor que presentara la ocasión. El loco divino me
adoraba y se sentía muy orgulloso al hablar de mí con aquellos necesitados de
esperanza que acudían a visitarlo, escuchar sus historias y llevarse el
obsequio de una sonrisa.
Tres veces por semana salía de su burbuja. Se aseguraba que
esta quedara bien cerrada tras de él y bajaba a mi plano con su gran libro
repleto de miles de historias y una canastilla colgada al cuello, diciendo:
- Debo ir a recoger
algunos pecados de este mundo… ni se te ocurra hacerte invisible pues necesito
verte a mi regreso…- y se iba muy entusiasmado. Yo percibía que su entusiasmo
era ficticio, pero él era un cuentero por excelencia, un magnifico manipulador
de emociones y sensaciones. Usaba sus poderes también consigo mismo para auto
engañarse con el apego a una vida que, yo sabía, le era torturante. Al regresar
por la tarde, volvía con una gran sonrisa, difícil de leerla y reconocerla como
parte de su disfraz de repartidor de esperanzas si no se es un observador acucioso.
Se aseguraba de mi visibilidad, de que tuviera mi agua fresca y mis galletitas.
Si traía gelatina, helado de chocolate o dulce de leche, lo ponía a mi
disposición con el claro propósito de hacerme feliz y luego él comía las sobras
que yo dejaba.
La canastilla que llevara colgada al pecho, siempre retornaba
llena de papelitos escritos que nunca me dejó leer.
- Estos son gritos del alma que sólo yo debo leer y aplacar-
Decía. Luego subía desde mi plano hacia su burbuja y una vez dentro de ella iba
leyéndolos uno a uno. Conforme terminaba
de leerlos, se los llevaba a la boca y los tragaba con un sorbo de agua fresca,
y nuevamente escribía… y escribía… y escribía…
Muy entrada la noche, cuando esta empieza su litigio con el
amanecer, el cuentero abandonaba su burbuja, la cerraba cuidadosamente y bajaba
a mi plano buscando acurrucarse a mi lado. Yo sabía que no requería de mi
tibieza corporal, era un alma solitaria que necesitaba de mi compañía;
necesitaba cuidar de mí, necesitaba saber que yo era y estaba. Aunque lo
estorbara o lo importunara a veces, yo era su ancla a esta vida. Entre
dormitando, estiraba su brazo para que yo recostara mi cabeza sobre él y
entonces se dormía profundamente esbozando una hermosa sonrisa con la que se
iba hacia los mundos que soñaba.
El día siguiente era casi un calco del anterior: Yo lo
despertaba con palmaditas en su rostro y el cuentero se levantaba refunfuñando
pero sonriente. Se ocupaba de mi agua fresca y mis galletitas y subía a su
burbuja a escribir hasta que algún desesperanzado viniera a interrumpirle
solicitando que con sus historias le regale una sonrisa.
Una mañana toda esta rutina varió. El cuentero se despertó
por si mismo, con un optimismo inusitado. No se ocupó de mi agua fresca ni mis
galletitas, sólo me dijo:
-¡Hoy es día de migración de golondrinas! Lo he soñado por
dos años y hoy es el día. Debo ver ese espectáculo para escribir sobre ello- se
fue y no volvió hasta después de tres semanas.
Cuando le vi llegar tenía los ojos empapados en llanto y por
su rostro caían borbotones de lágrimas que acababan su recorrido en el piso,
humedeciendo el polvo. Lamí sus mejillas y entonces supe que lloraba por amor,
no eran saladas, eran lágrimas con sabor
a agua de manantial. Lloró por tres días consecutivos. No escribió, no atendió
a los desesperanzados que venían a pedir sonrisas ni salió con su canastilla al
cuello a recolectar pecados. Al cabo de esos tres días abandonó la posición de
cuclillas en que estuvo, se puso de pie y sonriendo, mientras se ocupaba de mi
agua fresca y mis galletitas dijo:
-¡El próximo año también habrá migración de golondrinas!-
Subió de mi plano a su burbuja y escribió… y escribió… y escribió…
Aquella noche algo determinante marcaría un antes y un
después. El cuentero estaba escribiendo en su burbuja, como de costumbre,
cuando escuchamos que desde la reja de entrada una voz reverberante llamaba:
-¡Cuenteroooooo, se que estás allíiiiiiiiii!- Los desesperanzados
jamás acudían a él a esas horas ¿Quién podría llamar a esas horas y con tanta
familiaridad?
El cuentero, al escuchar el llamado salió de su burbuja y
presuroso bajó a mi plano, dirigiéndose a la reja de entrada. Yo fui tras él ya
que tuve un mal presentimiento.
Al otro lado de la reja había una siniestra figura cubierta
por un manto blanco aupada sobre una extraña y espantosa criatura.
-¿No me reconoces, cuentero? Soy la implacable Mala Suerte
montada sobre la Desdicha. Tenemos una cita pendiente. Sabes que debo alimentar
y cebar a Desdicha con las sonrisas que te empecinas en dibujar a quienes
hallas en tu camino- dijo al tiempo que palmeó con devota complicidad el lomo
de la repugnante y rechoncha criatura que montaba.
-No se cómo le haces, cuentero. Siempre que te visité te
arrebaté esos artificios que usas para fabricar y repartir sonrisas pero
siempre te das maña para crear otros. Ahora Desdicha tiene más apetito que
nunca y recurro a ti ya que nunca me fallas, siempre tienes algo nutritivo para
saciar su voracidad.
- ¡Te juro que no tengo nada! ¡Te lo juro!- Repetía
implorante el Cuentero, pasmado y retrocediendo paso a paso, con los brazos
abiertos, extendidos hacia atrás, el rostro desencajado y los ojos como
queriendo salírsele de sus orbitas, retrocedía paso a paso.
-Eres un embustero, a mi no lograrás engañarme con tus
cuentos. Tienes tu libro, será un buen aperitivo para Desdicha. Sabes que son
las reglas de el juego de la vida: Cuando Mala Suerte y su inseparable Desdicha
se presentan a tu puerta, algo deben llevarse de ti…- Mientras hablaba iba
despojándose del manto que la cubría, dejando expuesta su exquisita desnudez
sin rostro, mientras por su cuello, cual si fuera una fumarola, expelía una
estela de humo, volviéndola más tétrica aun.
-¡Noooo! ¡No te daré mi libro! ¡Desdicha no se tragará mi
libro!- El cuentero había retrocedido hasta topar la espalda con una de las
paredes. Desde allí, acorralado, seguía implorando por mantener su libro de
cuentos con el que dibujaba sonrisas en los rostros de los desesperanzados.
Sin siquiera voltear hacia mí, la enigmática hembra me señaló
diciendo:
-Entonces lo quiero a él, está lleno de felicidad y servirá
para aplacar un poco, aunque más no sea, el apetito de Desdicha.
El cuentero se arrodilló y juntó las manos como si fuera a
elevar una plegaria.
-¡Él es lo único real que me ata a esta vida! ¡Sin él mi vida
no tendría sentido! Te ofrezco mi cuerpo y mi carne toda… yo seré la cena de
Desdicha pero a él… no lo toques…te lo ruego- suplicó.
-Tú no me sirves, cuentero. Eres un desdichado, un infeliz
acervo de huesos y pellejos. Ya sabes, Desdicha se alimenta de sonrisas,
alegrías y felicidad, así es que tu gato le vendrá bien ¡Él sí que reboza
felicidad! Ja, ja, ja.
-¡Huye, Orión! ¡Huyeeeeeeeee!- Me gritó el cuentero. De un
salto trepé el muro empedrado y me perdí entre la noche y el follaje de los
árboles aledaños. Desde allí podía ver y escuchar todo lo que acontecía sin
correr peligro. Desdicha acercó su hocico y centímetro a centímetro fue husmeando
ansiosamente el cuerpo del cuentero que no cesaba de llorar e implorar. Al
llegar a su pecho su inquietud se hizo más evidente.
-¿Qué tanto hueles a ese infeliz? ¿Es que acaso te interesa
tragar carroña?- La humeante hembra se encorvó a medias, estiró su mano tocando
y con su dedo índice, levantó el rostro del cuentero.
-¿Acaso ocultas algo de felicidad en ti? ¡Muéstrame tus
sueños y recuerdos!- dijo irónica. El humo que brotaba de su cuello se
intensificó cubriendo casi todo el ambiente para luego dar paso a la presencia
tangible de un precioso cielo por el que surcaba una bandada de gráciles
golondrinas. Observé su vuelo y mis ojos manifestaron satisfacción.
- Aja ¿Con que esta es la esperanza que ocultas, eh,
Cuentero? Mmm... ¡Provecho Desdicha! Ya tienes algo para tragar ¡Devórate esta
ilusión! Que no quede ni el mínimo recuerdo de la migración de esas estúpidas
golondrinas.
Desdicha se dio a la tarea de engullir el cielo. El cuentero
era un mar de lágrimas, moco y babas chorreaban por su rostro. Resignado, no
miraba el festín que se había desatado. Desde mi lugar recordé y pensé en cómo
ese hombre infeliz dedicaba su vida a entregar felicidad y sonrisas a cuanto se
le cruzara en su camino… no era justo que la Mala Suerte y Desdicha se
ensañaran de ese modo, arrebatándole la única ilusión real que le quedaba… ver
la migración anual de las golondrinas.
Sin dudarlo, salté sobre la cerviz de Desdicha y de allí
pegué un brinco haciendo molinetes con mis cuatro patas para espantar la
bandada de golondrinas, para que huyan de aquella visión. Furioso, continué
dando arañazos a diestra y siniestra entre el hocico y los ojos saltones de
Desdicha, forzándola a escabullirse en una loca y ciega carrera junto con su
amazona, la Mala Suerte.
Una vez superado los acontecimientos, el cuentero y yo nos
mudamos a la chimenea de un tejado. Ambos estamos aquí en la actualidad,
esperando ver pasar la migración anual de las golondrinas.
Todo sucedió de un modo imprevisto, se suponía que debíamos esperar la próxima estación para apreciar la migración pero un aleteo despertó nuestra curiosidad... ¿Las golondrinas? Preguntó asombrado y jadeante, el cuentero. Asomamos la cabeza y vimos una lluvia de plumas blancas. Me volví loco de emoción, saltaba tratando de aferrar alguna con mis uñas filosas pero fueron cayendo, tapizando el suelo de plumas blancas. Cuentero estaba desconcertado mas yo, de visión gatuna, pude distinguir la bandada de ángeles que se esfumaron en el cielo hasta desaparecer por completo.
jueves, 15 de marzo de 2018
LOS PARPADOS DE ETHEREA
Cuando me hube saciado, solté su pezón, estiré el pescuezo y mi hocico alcanzó un plano más allá de estos cielos. Entonces bostezaba atragantándome en cada bostezo con los sueños de allá, para traerlos entre mis fauces y luego soñarlos acá.
Es quizás por ello que cuando duermo me sientes lejano; y
cuando estoy despierto me percibes extraño, amor mío.
miércoles, 31 de enero de 2018
ES ROCA EL DRUIDA
Ilustración y cuento de Oswaldo Mejía
Cap 10 del libro "Delirios del Lirio"
(Derechos de autor, protegidos)
Caseríos, aldeas y ciudades enteras eran arrasadas a su paso.
Se decía que por donde hubieron transitado sus huestes, no quedaba ladrillo
sobre ladrillo, ni roca sobre roca. Él mismo se hacía llamar “EL LÁTIGO DE
LUCIFER”. Quien se cruzara en su camino era despojado de todos sus bienes,
incluyendo la vida.
Miles y miles de enormes bestias enfundadas en pieles de
animales de las que colgaban cráneos y demás fragmentos óseos de sus víctimas,
exhibiéndolos como trofeos, recorrían el mundo sin un norte fijo. Claros eran
los objetivos que los motivaba: saquear, destruir, violar, exterminar cualquier
tipo de vida que no fuera la de ellos mismos.
Encaramados en terroríficas cabalgaduras bípedas con cabeza
de reptil y larguísimas patas rematadas en cascos que sacaban chispas al
friccionar el suelo que pisoteaban, iban de aquí para allá cual portadores de
destrucción y muerte. Cuando aparecían en el horizonte, seguidos de la
polvareda concentrada con el humo proveniente de las antorchas que portaban
como preludio del holocausto, el cielo se enlutaba y en contraste, la tétrica
luz del fuego que transportaban en sus manazas se tornaba más penetrante. Todo
hombre, animal o bestia que hubiese visto ese dantesco espectáculo,
difícilmente conservaba su existencia para describirlo. Singularmente, la vida
de los dementes era respetada por estos seres siniestros. EL LÁTIGO DE LUCIFER
estaba persuadido de que los locos eran los enviados directos del “SEÑOR DE LOS
CIELOS”… y él no quería verse involucrado en el conflicto que arriba libraban,
su amo, el mismísimo Demonio, con las fuerzas celestiales. Al menos poseía la
cordura de saberse un destructor terrenal, verdugo de humanos, sayón de
mortales… el terror del mundo… pero terrenal al fin…
La primera vez que me enfrente a él y sus huestes, venían del
sur. Se detuvieron a unos trescientos metros de mi aldea; desde nuestras
casuchas vimos cómo sin descender de sus cabalgaduras, se atiborraban de
bebidas embriagantes mientras excitaban con cánticos a su líder. Se sabían
dueños de la situación, eufóricos al alimentar nuestra angustia con la espera
pues ellos no tenían prisa por regar su mensaje de muerte.
Empuñé mi cayado y muy decidido fui a su encuentro. Estaba a
unos metros de EL LÁTIGO DE LUCIFER cuando este me vio y acto seguido,
interrumpió su desenfrenado brindis. Desde lo alto de su cabalgadura arrojó el
cráneo que le servía de jarro para libar y lo estrelló contra el empedrado. Me
miró fijamente, levantó el dedo índice por encima mío señalando mi aldea, mientras
que con su vozarrón pronunciaba palabras inentendibles, una especie de dialecto
que en mi largo trajinar por el mundo jamás había oído. De inmediato, su
General BELCEBAAL, el más leal y sanguinario de sus chacales, puso en marcha a
la horda y enrumbaron en tropel hacia mi poblado, pasando por mis costados,
pero teniendo la precaución de no rozarme siquiera. Al mirar hacia atrás, pude
ver cómo mi gente, despavorida, intentaba inútilmente huir de su irremediable
destino. Lleno de impotencia caí de rodillas y sólo atiné a observar tamaña
carnicería ¿Qué otra cosa podía hacer?
Culminado su cometido, el ejército de bestias retornó con el
producto del saqueo: joyas, monedas, telas, pieles, comida y vino; retornaron a
sus posiciones, a las espaldas de su líder, EL LÁTIGO DE LUCIFER. Este se
dirigió a mí con un lenguaje que yo pude entender:
-Agradece a tu Dios que sigues vivo, él sabrá por qué te
concibió demente y te envió aquí. No soy quien para derramar tu sangre- Dio
media vuelta y se fue seguido de su infernal ejército. En ese momento advertí
el calor del viento a medida que el fuego iba consumiendo aquella que alguna
vez fue mi aldea. Bajé la cabeza, vencido, apesadumbrado… entre mis pies había
tres plumas blancas.
Durante mucho tiempo caminé sin cesar en sentido contrario a
la dirección escogida por EL LÁTIGO DE LUCIFER. Me detuve de modo brusco cuando
ante mí apareció un oasis. En ese paraíso imprevisto se hallaba una niña;
estaba sola y parecía desdichada, con sólo mirarla a los ojos, se podía
descubrir la tristeza de su alma. Tenía el cabello desordenado y teñido de
diversos colores. Me vio llegar y sin inmutarse continuó jugando con una ramita
que introducía en las aguas diáfanas del manantial; la humedecía y luego la
llevaba a su boca sorbiendo las gotitas que conseguía juntar. A pesar de estar
extasiado con la visión esplendorosa de esa niña ingrávida, atendí la urgencia
que reclamaba mi sed; junté mis manos haciendo un cuenco y sin dejar de mirarla
tomé unos tragos del líquido elemento. Mientras bebía, con un murmullo dócil me
dijo:
-Eres un druida, eres sabio…
por ello llevas el miedo y la duda sobre tus hombros. Si ya saciaste tu
sed, tenemos que ponernos en camino, debemos cumplir lo que escrito está, aun
cuando nos falte la capacidad para descifrarlo. ÉL nos lo develará cuando sea
el momento.
Se puso de pie y vino hacia mí, tomó mi mano, me ayudó a
incorporarme y nos pusimos a caminar a la deriva, guiados por la brisa o quizá
por el destino mismo que nos transportaba sin pedirnos autorización, nunca lo
hace, el destino se presenta y te conduce y tú no debes resistirte pues, tal
como dijo la niña, escrito está...
-Scriptum est- le dije y ella sonrió.
Al cabo de siete días de agotadora caminata, ambos en
completo mutismo, llegamos a las inmediaciones de una ciudadela.
-Nunca esperes nada de nadie, así no sufrirás decepciones.
Ama, pero sin condiciones, no esperes que te devuelvan amor- Dijo sin más. No
comprendí qué intentaba decirme y me quedé en silencio.
Nos internamos en la ciudadela en busca de alguna posada o
taberna donde nos pudieran facilitar algo de comer y beber. Mi cayado y mi
aspecto me manifestaban como druida, así es que no fue difícil procurarnos un
trozo de pan caliente, algo de vino y un lugar bajo techo donde guarecernos.
Saciado nuestro apetito, nos recostamos en un rincón. Tratando de abrigarla con
la tibieza de mi cuerpo, la arrimé a mi pecho y la envolví con mis brazos;
gracias al calor que mutuamente nos proporcionábamos, nos tardamos en
dormirnos. En mi viaje onírico, la niña y yo estábamos sentados pero
suspendidos en el aire; ella me decía:
-Juntos construimos una gran torre que ordenará el curso de
los vientos. Seremos un uno, indivisibles… eso pude descifrar del extenso libro
de nuestra vida.
De pronto, el estado de onírica levitación, se vio
interrumpido por gritos de auxilio y alaridos amenazadores que provenían del
mundo real. Me desperté asustado, y con sumo cuidado para no interrumpir su
sueño, ubiqué a la niña a un lado. Por una ventanilla penetraba una luz rojiza,
también olor a chamuscado junto a una humareda negra y espesa. Cuando alcancé a
mirar el exterior, un vaho ardiente azotó mi cuerpo. Afuera todo estaba en
llamas. Me puse en alerta, semejante infierno no podía haber sido desatado sino
por las huestes de EL LÁTIGO DE LUCIFER. En medio de mis cavilaciones, entró al
lugar donde nos encontrábamos, el mismísimo BELCEBAAL, quien poniendo la
ensangrentada punta de su espada en mi garganta me dijo:
- ¡Apártate de mi camino, viejo orate u olvidaré que tengo
orden de no tocar a los dementes como tú! - Su mirada se había posado en la
niña.
- ¡No te atrevas a tocarla, criatura del demonio, es un
ángel!- Exclamé desafiante. Al oír mis gritos, la bestia contenida en esa
descomunal corpulencia se encolerizó, levantó su espada y la descargó sobre mí
con tanta violencia que me quebró la clavícula izquierda. El impacto me
derribó. La herida era profunda, una hemorragia incontrolable brotaba de ella.
BELCEBAAL, despreocupándose de mí, se dirigió hacia la niña
que estaba acurrucada contra la pared, presa del pánico. El maldito, con un
certero y único tajo, cortó sus ropas, cayendo estas al piso y dejándola
expuesta en su desnudez. Se la echó al hombro dispuesto a llevársela como si
fuera un trofeo-botín. Justo en ese instante apareció en la entrada, espada en
mano, EL LÁTIGO DE LUCIFER. Me echó una ojeada, y dirigiéndose a BELCEBAAL
dijo:
-¿Te atreviste a tocar al druida? ¿Desobedeciste mis órdenes?
¡Suelta a la niña, ella no es para ti!
Sin ánimo de renunciar a su trofeo, BELCEBAAL protestó:
-El trato fue que lo que yo encontrará sería para mí ¡Y la
niña será mía, aunque para ello tenga que desparramar tus tripas por todo este
cuartucho! - refutó BELCEBAAL, que no estaba dispuesto a renunciar a su trofeo.
EL LÁTIGO DE LUCIFER, le asestó tan tremenda estocada que le
atravesó el abdomen de lado a lado. Con mucha delicadeza y ternura, cargó en
sus brazos a la niña y dando la espalda al moribundo BELCEBAAL, dijo en un
soliloquio monótono:
-Años llevo recorriendo cada metro de este mundo polvoriento,
regando odio, destrucción y muerte. Deseo amar, lo percibo… Tú eres el amor-
acarició con devoción los cabellos de la niña, ocasión que aprovechó el “leal”
BELCEBAAL para, en un último esfuerzo, hundir su espada en el dorso de EL
LÁTIGO DE LUCIFER hasta tocar su pulmón e hiriendo mortalmente su corazón. El
hombre-bestia que aterrorizara al mundo entero en nombre de los demonios del
averno, cayó gradualmente de rodillas, depositó con delicadeza a la niña en el
piso y se desplomó de bruces.
La niña, llorando, se acercó a rastras al cadáver de su
salvador y besó su nuca. En ese instante, ambos cadáveres iniciaron el proceso
de desintegración hasta quedar convertidos en arena.
La niña vino hacia mí, vendó mi hombro con jirones de lo que
quedaba de sus vestidos. Cuando salimos del habitáculo, no había otra cosa que
un desierto infinito.
–Vamos, debemos seguir viviendo lo que escrito está- dijo, rompiendo el silencio.
Dos plumas blancas se depositaron en medio de ellos…
jueves, 25 de enero de 2018
BIENVENIDA A LA COFRADÍA
Ilustración y cuento de Oswaldo Mejía
Cap 9 del libro "Delirios del Lirio"
(Derechos de autor, protegidos)
El anciano alquimista llevaba días sin salir de la
“guarida-santuario” que le servía de laboratorio. Era un sabio cuyo
conocimiento abarcaba innumerables ciencias y artes. Además de alquimista era
arquitecto, escultor, astrólogo, astrónomo, médico y sobre todo, un inventor de
sueños. Era, causalmente, el proceso de convertir en realidad uno de esos
sueños lo que lo mantenía absorto y obsesionado, tanto que ni siquiera
malgastaba el tiempo en dormir, alimentarse o re-hidratarse y sin embargo sus
capacidades físicas y mentales no parecían mermar. Trabajaba sin cesar,
poniendo entusiasmo y energía.
Sobre una gran mesa se hallaba un coloso de arcilla que él,
con sus propias manos, había ido moldeando y dando forma como lo había hecho
con otros tantos seres de barro a los que con ciertos artificios dotó de
vida…vida vacía, vida carente de sensibilidad, dejándolos luego en libertad
para que vagaran por el mundo como testimonio de su magia y poder.
Pero este coloso sería diferente. Quería hacerlo pensante,
quería darle un cerebro que por básico que fuera, le sirviera para procesar
algunos conceptos. Del mismo modo, tenía pensado diseñarle un corazón en el
cual instalarle emociones. En ese propósito radicaba su insistente dedicación.
El cerebro, prácticamente lo tenía listo. Construyó una esferita de cristal de
unos doce centímetros de diámetro y dentro de ella condensó una replica de
varias de sus propias experiencias, visiones y recuerdos, valiéndose de un
enmarañado conjunto de diminutos procesadores, cables y receptores que
minuciosamente iba conectando a una red más extensa distribuida a lo largo del grandioso cuerpo de arcilla. Ambicionaba
que su criatura tuviera la capacidad de enviar órdenes desde su precario
cerebro hasta las partes más distantes de su anatomía y bilateralmente, captar
información desde cualquier célula de sus órganos hacia el cerebro.
El dolor físico, lejos de ser un castigo, es un mecanismo de
protección y defensa que tiene como finalidad advertirnos que algo nos está
dañando. Esto lo tenía muy claro el sabio alquimista ya que sus anteriores
criaturas, carentes de esta sensibilidad, generalmente acababan
auto-destruyéndose, lo que representaba materia prima y tiempo-trabajo
desperdiciados.
Yo, desde mi posición de simple asistente y espectador, me
limitaba a alcanzarle una que otra herramienta, secar de vez en cuando el sudor
de su frente y observarlo con la devoción y éxtasis que provoca ver a un
creador en el arduo afán de fabricar un sueño. Siendo también yo un soñador,
podía entender y comprender su afanosa urgencia por lo onírico.
Recuerdo que en alguna de mis anteriores vidas conocí, me
enamoré y con el correr del tiempo, amé intensamente a una linda niña
escarabajo pero por esas encrucijadas a las que nos enfrentamos por obra del
destino, la perdí y desde entonces renací cientos de vidas. En cada una la
buscaba, anhelando hallarla para volver a adorarla. Hoy siento que esta
existencia se me está acabando y sigo sin encontrarla. Estoy viejo, agotado,
casi no puedo caminar mas eso no me privará de seguir soñando con ella, aún
despierto… o mayormente despierto.
Pero volvamos al alquimista. Llegado el momento de comprobar
el funcionamiento del cerebro instalado en el coloso de arcilla, los resultados
se vieron coronados por el éxito. La criatura tenía iniciativas propias y cada
milímetro de su cuerpo era sensible a los estímulos externos pero faltaba
dotarle de sentimientos. Para subsanar esta falencia, el sabio diseñó un complicado fuelle para que,
en reemplazo de su corazón, bombeara sangre en un circuito interminable por
todo el organismo del coloso. Esto sí que fue un magnífico logro de la
ingeniería mecánica y también un fracaso rotundo pues no consiguió su
propósito: proveerle de emociones. Como corolario de esta frustración, el sabio
alquimista quedó sumido en una profunda depresión acompañada de un mutismo
que cada tanto rompía para decir:
-Sólo un corazón humano es capaz de albergar emociones y
sentimientos pero ¿Dónde hallar uno?
Pasaron varias semanas de verlo cabizbajo y desilusionado,
consumiéndose en su desesperanza. Un día me le acerqué, me arrodillé ante él y
lo abracé.
-Yo tengo el corazón que necesitas para tu hombre de arcilla-
Le dije mientras acariciaba su canosa cabellera.
-¿Dónde está?- Exclamó
el sabio alquimista poniéndose de pie de un brinco.
-Lo tengo aquí, en mi pecho. Te doy mi corazón para que lo
pongas a tu coloso de arcilla. Colócame el fuelle a mí, si al fin y al cabo no
tengo a quien amar y mis emociones sólo sirven para mortificarme.
-¡Te has vuelto loco! Sería como arrancarte la humanidad, no
puedo hacer eso…
-Ya no lo necesito, Maestro. Mi vida se redujo a alcanzarte
las herramientas, secar el sudor de tu frente y mirar cómo fabricas sueños.
Finalmente lo convencí y el sabio alquimista extrajo mi
corazón para colocárselo al coloso de barro y me puso a mí el embarazoso fuelle
para que bombeara sangre a mis venas y arterias. Ello me liberó de la pena por
el amor perdido de aquella preciosa niña escarabajo que conocí en una de mis
primeras vidas.
Cuando miré a los ojos al coloso de arcilla, reparé en la
inmensa melancolía que llevaba dentro de sí. El sabio alquimista me había
ordenado llevarlo a la puerta, mostrarle el mundo y dejarlo en libertad para
que en su peregrinar diera testimonio de que el gran fabricante de sueños
continuaba vigente. Y así lo hice. Cerré la puerta tras el coloso de arcilla y regresé a mi
tarea de alcanzarle herramientas y secarle el sudor de la frente al sabio
alquimista.
Al cabo de unos días me vi en la necesidad de ir por
alimentos; sentado a la vera de la entrada hallé al coloso de arcilla con la
misma mirada melancólica que tenía cuando lo despedí.
-¿Por qué no has ido a
recorrer el mundo?- le pregunté.
-Porque extraño a una preciosa niña escarabajo que no
recuerdo cuándo conocí y amé y sin embargo, no hago otra cosa que pensar en
ella.
“Amar es una condena pues el amor siempre va acompañado de
sufrimiento. Si no amas, no conocerás la felicidad… pero tampoco sufrirás”
Pensé mientras observaba su rostro apagado.
-Coloso, tú eres fuerte y tus pasos son largos. Si tanto la
extrañas, deberías ponerte en camino e ir en su búsqueda. Esa preciosa niña
escarabajo de la que me hablas, debe estar en algún lugar…acaso esperándote.
-Lo haré, sí, la buscaré, la encontraré… y la traeré para ti.
A mi regreso quiero que me devuelvas el fuelle y yo te restituiré tu corazón-
Dicho esto, el coloso de arcilla se puso de pie y se fue con su mustia
tristeza, camino hacia el horizonte. En el lugar donde estuvo sentado, a la
vera de la entrada, quedaron tres plumas blancas que el viento se llevó a su
paso como jugueteando con algún recuerdo.
Cuando volví con los alimentos hallé al sabio alquimista muy
entusiasmado.
-¿Sabes que he pensado crear una preciosa niña con cabeza de
escarabajo para que nunca nadie se enamore de ella?
Seguí alcanzándole las
herramientas y secando el sudor de la frente mientras observaba cómo iba dando forma a su nuevo sueño…