Ahora caminamos asidos, tú con tus manitas henchidas de mí, y yo, aferrado a la visión de verte sonreír.
jueves, 24 de mayo de 2018
JUNTOS SOMOS LA TORRE QUE ORDENARÁ LOS VIENTOS
Ahora caminamos asidos, tú con tus manitas henchidas de mí, y yo, aferrado a la visión de verte sonreír.
jueves, 10 de mayo de 2018
LAS NUBES NO SON PARA TODOS
Ilustración y cuento de Oswaldo Mejía.
Cap. 14 del libro "Delirios del Lirio"
(Derechos de autor, protegidos)
A pesar de la penumbra envolvente, se podía escuchar el
bullicio proveniente de una gran actividad. Todo latía. Se percibía el flujo de
un torrente alimentando de vida toda esa gran bóveda. Aún así, un denso vaho a
muerte se esparcía en el ambiente y es que ese binomio contradictorio es ley
universal: La vida se presenta como heraldo de la muerte y la muerte es la
renovación de la vida. La gran bóveda estaba hecha de una estructura ósea
recubierta de músculos, tendones y arterias en versión macro que albergaba
infinidad de huevecillos palpitantes. Una mucosidad ámbar barnizaba todo,
creando destellos, brillos y contraluces, todo muy macabro.
Al parecer, yo era el único testigo consciente y tengo negada
la inteligencia necesaria para comprender el inicio de esto, tan sólo me mueve
la necesidad de parasitar. Tengo la virtud de la paciencia… era esperar la
llegada de mi hospedero era lo único que debía hacer.
De manera casi simultánea, muchos de los huevecillos se
rompieron e hicieron eclosión varias decenas de seres con las formas anatómicas
más diversas, desde las más repugnantes hasta las más hermosas criaturas,
algunas hasta tenían aspectos angelicales y mostraban muñones de alas saliendo
de sus omóplatos. Todos pugnaban por abandonar rápidamente el nidal que hasta
ese momento los había cobijado, como si un dictado instintivo los guiara a
emprender el urgente éxodo hacia una misma dirección. Unos se arrastraban;
otros caminaban con la torpeza de un cervatillo recién nacido, trastabillando y
dando tumbos; otros reptaban, mas ellos, sin excepción, se movilizaban
utilizando el mayor potencial de sus fuerzas, lo cual dificultaba que yo
pudiera lograr mi propósito: abordar a alguno de ellos.
Cuando alguno de estos seres alcanzaba a otro, inmediatamente
se desataba una lucha encarnizada donde se derrochaba dentelladas, arañazos,
pinchazos y ataques, cada cual utilizando los recursos que poseían para
agredir. En este contexto, la violencia esgrimida era indistinta de parte de
los seres repugnantes como de los de aspecto angelical que, en contraste a su
dulce apariencia, también sacaban a relucir una desmedida fiereza. El resultado
ineludible era, al menos, la muerte de uno de ellos pues los que venían detrás
y los alcanzaban, también tomaban parte de la contienda. Los que sobrevivían
continuaban la marcha hasta que se topaban con alguno que llevaba la delantera
o eran alcanzados por los rezagados, entonces se reanudaba la reyerta mortal y
despiadada. Cada vez eran menos los que continuaban en carrera. El recorrido
era una estela de vidas segadas y restos sanguinolentos regados como manifiesto
de la crueldad de aquella competencia irracional.
Los pocos que llegaban hasta el final del sendero, hallaban
una entrada estrecha y cavernosa y por allí se introducían, desapareciendo de
mi vista. Todo se había desarrollado de manera rápida y violenta, tal como lo
estipula la vida misma.
Mi agudo olfato o quizás mi instinto, me llevó a volver la
mirada hacia el inicio del drama, la nidada. Allí, entre la penumbra y los
restos de los huevecillos, el último de los rezagados, permanecía sentado
succionando el dedo pulgar de su mano derecha, como si fuera ajeno a todo lo
ocurrido, al pasaje mismo. Su frondosa cabellera azabache marcada por ondas,
apenas si dejaban ver parte de su rostro y su mirada triste y confundida. En
conjunto, su cuerpo y cabellera, daban la apariencia de un arbolito solitario y
seductor amparado en la oscuridad. Cual espora, aproveché una brisa y empujado
por el viento fui a posarme entre sus cabellos. Ni bien tuve contacto con él,
sentí un fogonazo de luz muy intenso pero acogedor; él era puro, limpio, un ser
con mucha luz, de esos que no tienen cabida ni oportunidad de sobrevivir en
este mundo hostil, pero era mi última oportunidad, luego de él no quedaba nadie
a quien parasitar, hubiera tenido que esperar la eternidad para que aconteciera
la siguiente eclosión masiva y yo no me podía exponer a sucumbir en la espera.
Guiado por mí apetito, me abrí paso hasta alcanzar su piel, me adherí a ella y
entonces sorbí de su sangre con avidez y hasta saciarme. Ahora era mi
hospedero, él me pertenecía, entonces, al tiempo que me nutría con su líquido
vital, que me brindaba la dadiva de vivir a sus expensas, me impulsaba a
cuidarlo. Así fue que nuestra relación viró a la mutua dependencia. Protegerlo
a él, era proteger mi propia existencia y estaba dispuesto a darme íntegramente
en ello. Por naturaleza yo tengo enraizado el instinto de la supervivencia ¿Y
por qué no compartir algo de ello con mi hospedero? Ello lo haría competitivo,
luchador y por ende más apto. Si él vivía yo vivía, así es que segregué algo de
mi instinto y lo inoculé en su torrente sanguíneo.
Inmediatamente su organismo reaccionó con un ligero
enervamiento seguido de una euforia inusitada. Se puso de pie y con paso
cansino pero firme inició el recorrido hacia la gruta de salida. Su andar
pausado dio oportunidad a que otros parásitos que se habían mantenido
imperceptibles, saltaran sobre él en pos de su sangre, más sólo tres lograron
aferrarse. Pude notar su presencia pues la sangre de nuestro hospedero ahora
tenía el sabor de la ira, el sabor de la fe y el sabor del razonamiento,
ingredientes aportados por los otros tres parásitos que, al igual que yo, debían
estar empeñados en proteger nuestra fuente de vida… nuestro hospedero.
A partir de entonces, quien nos llevaba a cuestas era un
hombre desafiante, alguien que creía en sí y en sus capacidades para
enfrentarse a cualquier adversidad. Su riego sanguíneo se había acelerado…
caminaba con más aplomo… era casi un semi-Dios terrenal, poseyendo todas las
condiciones para ser un vencedor. Caminamos hacia la gruta de salida, pero él
siempre atento de no pisotear los restos de los caídos en la brutal
competencia.
Cuando llegamos a la gruta vimos un hueco al final, era el
paso a un corredor que concluía en un salón donde se mostraban como únicas
salidas tres puertas. Caminamos llenos de curiosidad, pero con la cautela que
da la prudencia; pasamos el corredor y llegamos al salón. En estado de alerta,
nos mantuvimos dubitativos unos instantes. Desde mi posición, yo percibía,
además de la mía, la angustia de los otros tres parásitos como la de nuestro
hospedero mismo ya que su sangre variaba de sabor según su estado de ánimo y
según lo que aportábamos cada uno de los parásitos en pro de la toma de
decisiones. Éramos lo más análogo a un equipo dedicado a salvaguardar nuestra
supervivencia.
Abrimos una de las puertas y una intensa luz nos encegueció,
pero sólo un instante. Inmediatamente vimos un ambiente lleno de escaleras
inconexas por donde se paseaban seres muy extraños que desafiaban la gravedad y
la lógica pues muchos tramos de estas escaleras debían hacerse caminando de
cabeza, como si se tratara de un mundo al revés. Nos llamó la atención un tipo
con el cráneo rapado que tiraba de una cuerda atada a una piedra a la que le
daba órdenes; otro se auto-flagelaba las espaldas mientras recitaba plegarias;
muchos reían a carcajadas sin motivo alguno. Vimos a uno trepado a una vara y
con una brocha en la mano, intentando alcanzar el cielo para pintar un Sol
esplendoroso. Una mujer lloraba sin cesar mientras cargaba entre brazos a un
bebé imaginario. Un anciano de mirada extraviada hablaba sobre historias de
mundos fantásticos que a nadie le interesaba escuchar. Todo allí era una mezcla
de estupidez, demencia y absurda genialidad. Un tipo vestido con sombrero y
ropas multicolores, con una pluma entintada en sangre, se nos acercó y nos
dijo:
-¡Bienvenido a la locura!- A continuación, con su pluma
ensangrentada escribió algo en la frente de nuestro hospedero -Ya eres uno de
aquí, puedes volver cuando lo desees- dicho esto, se fue caminando hacia atrás
sin quitarnos la vista de encima.
Salimos, cerramos aquella puerta y nos enrumbamos hacia la
siguiente. Ni bien abrimos la segunda puerta, una mezcla de olores nauseabundos
pero tentadores cual feromonas llegaron hacia nosotros. El lugar estaba
escasamente iluminado por una tenue luz rojiza y todo lo visible tenía
impregnado un sabor retorcido y patético. Casi todos los allí presentes, tenían
garabateadas caricaturas de sonrisas en sus rostros. La mayoría de ellos
bebían, fumaban, contaban monedas y copulaban; los que no, yacían tirados en el
piso o arrumados en algún rincón en posiciones que semejaban a muñecos
desarticulados. El piso estaba alfombrado de secreciones y vómitos, por lo que
decidimos no dar un paso más hacia el interior. Una mujer semi desnuda y con un
tufo a todos los vicios, vino hacia nosotros, rodeó el cuello de nuestro
hospedero con sus brazos y se restregó contra su anatomía, a continuación, le
estampó un prolongado beso en la boca. Yo sentí claramente la contaminación de
la saliva de la mujerzuela en la sangre de nuestro hospedero. Cuando por fin se
separó, la mujer puso el dedo índice en sus labios y dijo:
-Cuando tu soledad te agobie, tienes un lugar aquí- Nos dio
la espalda y se alejó cimbreando sus nalgas y caderas. Presurosos y algo
asqueados salimos de allí y cerramos la puerta.
Al llegar a la tercera y última puerta, la abrimos con
extremo cuidado, muy lentamente. Nuestro hospedero introdujo la cabeza y vio
que allí reinaba un cielo azul apenas interrumpido por un largo muro y una
columna en primer plano sobre la que estaba recostada la criatura más hermosa
que pudiera imaginarse. Ella lloraba y con delicadeza juntaba sus lágrimas en
un cuenco. Cuando se dio cuenta de nuestra presencia, nos preguntó:
-¿Tienen sed, verdad?- y nos ofreció a beber las lágrimas que
había recolectado en el cuenco. Luego de beber el dulce líquido, los cuatro
parásitos, al unísono, nos percatamos de que ella era la primera que se había
dirigido a nuestro hospedero hablándonos en plural.
La mujer tomó de la mano a nuestro, hasta ese momento,
hospedero y le susurró al oído:
-Nunca más tu mano estará huérfana, yo no voy a soltarla…- Y
juntos empezaron a caminar hacia un espiral ascendente que culminaba en una
gran burbuja. En el camino cayeron cuatro plumas blancas y en cada una,
nosotros, los parásitos. Ese hombre ya no era de aquí, estaba completo y ningún
parásito era digno de beber su sangre…
viernes, 13 de abril de 2018
DESTRUCTEORICA PARA BARDO
martes, 3 de abril de 2018
PONTE EN LA FILA
Video con parte de mi obra pictórica editado sobre el track
con el título ""Pónte en la fila". Canción de mi autoría en
composición y arreglos, ademas de la ejecución de la guitarra líder. Todo ello
con mi otrora banda "Brebaje". Quizás sea la más emblemática de lo
que alguna vez fue mi discografía.
miércoles, 28 de marzo de 2018
GOLONDRINAS DE OCTUBRE
Ilustración y cuento de Oswaldo Mejía.
Cap. 13 del libro "Delirios del Lirio"
(Derechos de autor, protegidos)
Escribía… y escribía… y escribía, quizás con pasión, quizás
con rabia. Encendía un cigarrillo tras otro, siempre dentro de su burbuja. Los
instantes que detenía ambas acciones eran para elevar su mirada hacia el cielo
como aguardando que este le diera la orden de “¡Basta ya!” Pero siempre era
repetitivo y cíclico su accionar. Al cabo de unos segundos bajaba su mirada y
todo volvía a empezar, retomaba su escritura y su incesante encender de
cigarrillos. Tiempo atrás, mientras escribía y adicionaba lo escrito a su gran
libro, no dejaba de estar atento a mis necesidades: que si tenía mi agua
fresca; que nunca faltarán mis galletitas; que si la ventana estaba abierta o
cerrada, según el frío o calor que presentara la ocasión. El loco divino me
adoraba y se sentía muy orgulloso al hablar de mí con aquellos necesitados de
esperanza que acudían a visitarlo, escuchar sus historias y llevarse el
obsequio de una sonrisa.
Tres veces por semana salía de su burbuja. Se aseguraba que
esta quedara bien cerrada tras de él y bajaba a mi plano con su gran libro
repleto de miles de historias y una canastilla colgada al cuello, diciendo:
- Debo ir a recoger
algunos pecados de este mundo… ni se te ocurra hacerte invisible pues necesito
verte a mi regreso…- y se iba muy entusiasmado. Yo percibía que su entusiasmo
era ficticio, pero él era un cuentero por excelencia, un magnifico manipulador
de emociones y sensaciones. Usaba sus poderes también consigo mismo para auto
engañarse con el apego a una vida que, yo sabía, le era torturante. Al regresar
por la tarde, volvía con una gran sonrisa, difícil de leerla y reconocerla como
parte de su disfraz de repartidor de esperanzas si no se es un observador acucioso.
Se aseguraba de mi visibilidad, de que tuviera mi agua fresca y mis galletitas.
Si traía gelatina, helado de chocolate o dulce de leche, lo ponía a mi
disposición con el claro propósito de hacerme feliz y luego él comía las sobras
que yo dejaba.
La canastilla que llevara colgada al pecho, siempre retornaba
llena de papelitos escritos que nunca me dejó leer.
- Estos son gritos del alma que sólo yo debo leer y aplacar-
Decía. Luego subía desde mi plano hacia su burbuja y una vez dentro de ella iba
leyéndolos uno a uno. Conforme terminaba
de leerlos, se los llevaba a la boca y los tragaba con un sorbo de agua fresca,
y nuevamente escribía… y escribía… y escribía…
Muy entrada la noche, cuando esta empieza su litigio con el
amanecer, el cuentero abandonaba su burbuja, la cerraba cuidadosamente y bajaba
a mi plano buscando acurrucarse a mi lado. Yo sabía que no requería de mi
tibieza corporal, era un alma solitaria que necesitaba de mi compañía;
necesitaba cuidar de mí, necesitaba saber que yo era y estaba. Aunque lo
estorbara o lo importunara a veces, yo era su ancla a esta vida. Entre
dormitando, estiraba su brazo para que yo recostara mi cabeza sobre él y
entonces se dormía profundamente esbozando una hermosa sonrisa con la que se
iba hacia los mundos que soñaba.
El día siguiente era casi un calco del anterior: Yo lo
despertaba con palmaditas en su rostro y el cuentero se levantaba refunfuñando
pero sonriente. Se ocupaba de mi agua fresca y mis galletitas y subía a su
burbuja a escribir hasta que algún desesperanzado viniera a interrumpirle
solicitando que con sus historias le regale una sonrisa.
Una mañana toda esta rutina varió. El cuentero se despertó
por si mismo, con un optimismo inusitado. No se ocupó de mi agua fresca ni mis
galletitas, sólo me dijo:
-¡Hoy es día de migración de golondrinas! Lo he soñado por
dos años y hoy es el día. Debo ver ese espectáculo para escribir sobre ello- se
fue y no volvió hasta después de tres semanas.
Cuando le vi llegar tenía los ojos empapados en llanto y por
su rostro caían borbotones de lágrimas que acababan su recorrido en el piso,
humedeciendo el polvo. Lamí sus mejillas y entonces supe que lloraba por amor,
no eran saladas, eran lágrimas con sabor
a agua de manantial. Lloró por tres días consecutivos. No escribió, no atendió
a los desesperanzados que venían a pedir sonrisas ni salió con su canastilla al
cuello a recolectar pecados. Al cabo de esos tres días abandonó la posición de
cuclillas en que estuvo, se puso de pie y sonriendo, mientras se ocupaba de mi
agua fresca y mis galletitas dijo:
-¡El próximo año también habrá migración de golondrinas!-
Subió de mi plano a su burbuja y escribió… y escribió… y escribió…
Aquella noche algo determinante marcaría un antes y un
después. El cuentero estaba escribiendo en su burbuja, como de costumbre,
cuando escuchamos que desde la reja de entrada una voz reverberante llamaba:
-¡Cuenteroooooo, se que estás allíiiiiiiiii!- Los desesperanzados
jamás acudían a él a esas horas ¿Quién podría llamar a esas horas y con tanta
familiaridad?
El cuentero, al escuchar el llamado salió de su burbuja y
presuroso bajó a mi plano, dirigiéndose a la reja de entrada. Yo fui tras él ya
que tuve un mal presentimiento.
Al otro lado de la reja había una siniestra figura cubierta
por un manto blanco aupada sobre una extraña y espantosa criatura.
-¿No me reconoces, cuentero? Soy la implacable Mala Suerte
montada sobre la Desdicha. Tenemos una cita pendiente. Sabes que debo alimentar
y cebar a Desdicha con las sonrisas que te empecinas en dibujar a quienes
hallas en tu camino- dijo al tiempo que palmeó con devota complicidad el lomo
de la repugnante y rechoncha criatura que montaba.
-No se cómo le haces, cuentero. Siempre que te visité te
arrebaté esos artificios que usas para fabricar y repartir sonrisas pero
siempre te das maña para crear otros. Ahora Desdicha tiene más apetito que
nunca y recurro a ti ya que nunca me fallas, siempre tienes algo nutritivo para
saciar su voracidad.
- ¡Te juro que no tengo nada! ¡Te lo juro!- Repetía
implorante el Cuentero, pasmado y retrocediendo paso a paso, con los brazos
abiertos, extendidos hacia atrás, el rostro desencajado y los ojos como
queriendo salírsele de sus orbitas, retrocedía paso a paso.
-Eres un embustero, a mi no lograrás engañarme con tus
cuentos. Tienes tu libro, será un buen aperitivo para Desdicha. Sabes que son
las reglas de el juego de la vida: Cuando Mala Suerte y su inseparable Desdicha
se presentan a tu puerta, algo deben llevarse de ti…- Mientras hablaba iba
despojándose del manto que la cubría, dejando expuesta su exquisita desnudez
sin rostro, mientras por su cuello, cual si fuera una fumarola, expelía una
estela de humo, volviéndola más tétrica aun.
-¡Noooo! ¡No te daré mi libro! ¡Desdicha no se tragará mi
libro!- El cuentero había retrocedido hasta topar la espalda con una de las
paredes. Desde allí, acorralado, seguía implorando por mantener su libro de
cuentos con el que dibujaba sonrisas en los rostros de los desesperanzados.
Sin siquiera voltear hacia mí, la enigmática hembra me señaló
diciendo:
-Entonces lo quiero a él, está lleno de felicidad y servirá
para aplacar un poco, aunque más no sea, el apetito de Desdicha.
El cuentero se arrodilló y juntó las manos como si fuera a
elevar una plegaria.
-¡Él es lo único real que me ata a esta vida! ¡Sin él mi vida
no tendría sentido! Te ofrezco mi cuerpo y mi carne toda… yo seré la cena de
Desdicha pero a él… no lo toques…te lo ruego- suplicó.
-Tú no me sirves, cuentero. Eres un desdichado, un infeliz
acervo de huesos y pellejos. Ya sabes, Desdicha se alimenta de sonrisas,
alegrías y felicidad, así es que tu gato le vendrá bien ¡Él sí que reboza
felicidad! Ja, ja, ja.
-¡Huye, Orión! ¡Huyeeeeeeeee!- Me gritó el cuentero. De un
salto trepé el muro empedrado y me perdí entre la noche y el follaje de los
árboles aledaños. Desde allí podía ver y escuchar todo lo que acontecía sin
correr peligro. Desdicha acercó su hocico y centímetro a centímetro fue husmeando
ansiosamente el cuerpo del cuentero que no cesaba de llorar e implorar. Al
llegar a su pecho su inquietud se hizo más evidente.
-¿Qué tanto hueles a ese infeliz? ¿Es que acaso te interesa
tragar carroña?- La humeante hembra se encorvó a medias, estiró su mano tocando
y con su dedo índice, levantó el rostro del cuentero.
-¿Acaso ocultas algo de felicidad en ti? ¡Muéstrame tus
sueños y recuerdos!- dijo irónica. El humo que brotaba de su cuello se
intensificó cubriendo casi todo el ambiente para luego dar paso a la presencia
tangible de un precioso cielo por el que surcaba una bandada de gráciles
golondrinas. Observé su vuelo y mis ojos manifestaron satisfacción.
- Aja ¿Con que esta es la esperanza que ocultas, eh,
Cuentero? Mmm... ¡Provecho Desdicha! Ya tienes algo para tragar ¡Devórate esta
ilusión! Que no quede ni el mínimo recuerdo de la migración de esas estúpidas
golondrinas.
Desdicha se dio a la tarea de engullir el cielo. El cuentero
era un mar de lágrimas, moco y babas chorreaban por su rostro. Resignado, no
miraba el festín que se había desatado. Desde mi lugar recordé y pensé en cómo
ese hombre infeliz dedicaba su vida a entregar felicidad y sonrisas a cuanto se
le cruzara en su camino… no era justo que la Mala Suerte y Desdicha se
ensañaran de ese modo, arrebatándole la única ilusión real que le quedaba… ver
la migración anual de las golondrinas.
Sin dudarlo, salté sobre la cerviz de Desdicha y de allí
pegué un brinco haciendo molinetes con mis cuatro patas para espantar la
bandada de golondrinas, para que huyan de aquella visión. Furioso, continué
dando arañazos a diestra y siniestra entre el hocico y los ojos saltones de
Desdicha, forzándola a escabullirse en una loca y ciega carrera junto con su
amazona, la Mala Suerte.
Una vez superado los acontecimientos, el cuentero y yo nos
mudamos a la chimenea de un tejado. Ambos estamos aquí en la actualidad,
esperando ver pasar la migración anual de las golondrinas.
Todo sucedió de un modo imprevisto, se suponía que debíamos esperar la próxima estación para apreciar la migración pero un aleteo despertó nuestra curiosidad... ¿Las golondrinas? Preguntó asombrado y jadeante, el cuentero. Asomamos la cabeza y vimos una lluvia de plumas blancas. Me volví loco de emoción, saltaba tratando de aferrar alguna con mis uñas filosas pero fueron cayendo, tapizando el suelo de plumas blancas. Cuentero estaba desconcertado mas yo, de visión gatuna, pude distinguir la bandada de ángeles que se esfumaron en el cielo hasta desaparecer por completo.
jueves, 22 de marzo de 2018
LA NOCHE QUE LLORÓ EL SOL
Ilustración y cuento de Oswaldo Mejía.
Cap. 12 del libro "Delirios del Lirio"
(Derechos de autor, protegidos)
La brisa que entró por aquella ventana, fue trayendo hoja por
hoja hasta completar el libro sagrado que yacía sobre la mesa. En él estaban
contenidas palabras y voces muy antiguas que narraban historias de esas cuyos
recuerdos se esfuman en las memorias quedando como legados a la posteridad por
obra y gracia de visionarios alucinados; ellos redactan crónicas de hechos que
jamás atestiguaron y que quizás nunca ocurrieron… ¿O sí?
En tiempos muy lejanos, desde el otro lado del mar, llegaron
a estas tierras, enormes criaturas cuadrúpedas con brillantes monturas sobre
sus lomos de las que emergían seres de metal bruñido, con largos brazos que
escupían fuego y sonidos de trueno. Su aspecto sembraba terror en quienes los
veían. El suelo temblaba al paso de sus pisadas.
Su ansiedad era fácilmente perceptible: buscaban las
brillantes lágrimas que sobre estas tierras derramara el Sol, y nada ni nadie
detendría su ambicioso afán. Para lograr su cometido sometieron a hijos de
dioses atándoles las manos y colocando cepos a sus cuellos para matar su
dignidad y nobleza. Interminables hileras de cautivos liados con cuerdas y
cadenas eran arreadas, cargando pertrechos y provisiones sobre sus espaldas
cual si fueran bestias de carga. Las mujeres eran usadas para satisfacción de
sus bajos instintos carnales y/o como servidumbre en la recolección y labores
domésticas, siempre desde maltratos que lograban avasallarlas. Los azotes eran
persuasivos constantes a la indigna y servil obediencia. Muchos morían a causa
de la desnutrición, los trabajos forzados y las enfermedades venéreas que los
saqueadores trajeron consigo.
Nada detenía su ambicioso andar. Flechas, dardos, piedras y
cualquier otro tipo de resistencia, resultaban inútiles contra sus armaduras y
el ímpetu por apoderarse de las brillantes lágrimas del Sol. Valiéndose del
temor que infundían, conminaron al enfrentamiento de hermanos contra hermanos, induciéndolos al
pecado de la traición hacia su misma sangre. Destruyeron culturas ricas en
valores sociales, decapitaron Dioses y eliminaron tradiciones para imponer a
cambio, costumbres decadentes y credos hipócritas. En sus pechos y estandartes
llevaban pintadas aspas que decían ser la representación de un Dios sabio y
verdadero, a ellas veneraban y ante ellas se santiguaban antes de iniciar cada
matanza. Obligaban a los vencidos, a besar estos símbolos en actitud de
sumisión. Cambiaban sus nombres nativos con el fin de desintegrarles su
identidad, evitando que tuvieran un pasado al cual aferrarse, pretendiendo convencerles de que eran una raza
sin ancestros, una desheredada raza destinada a lamer los pies de los invasores
que vinieron del otro lado del océano.
Entre estos saqueadores de armadura que, sin escrúpulos ni
remordimientos herían, mutilaban y masacraban, se ocultaban otros invasores más
perversos aún… los que utilizando la
palabra como arma, asesinaban credos, extirpaban ideas y doblegaban las
almas. Ellos eran los encargados de interrogar y torturar a los sospechosos
que, supuestamente, conocían los lugares en los que se podía hallar más
lágrimas de Sol. Otra de sus funciones era la de oficiar rituales dedicados al
símbolo de su aspa protectora, allí predicaban, subliminalmente, una obediencia
unilateral de parte de los nativos. La maquiavélica premisa de esta doctrina
era “soporta cualquier abuso sin protestar, pues eso te hará merecedor del
paraíso”. Para la ocasión, vestían largas túnicas y escondían su rostro bajo
capuchas.
Durante más de un siglo arrasaron caseríos, reinos e imperios
con el único fin de arrebatar hasta la última gota de las brillantes lágrimas
del Sol. Cuando ya no quedaba ninguna sobre la superficie de estas tierras,
forzaron a los nativos a cavar y adentrarse en las entrañas de la tierra misma,
en busca de las codiciadas lágrimas. Con habilidad de ratas, los nativos
cavaban el subsuelo en jornadas largas y agotadoras, durante las cuales apenas
si se les suministraban pequeñas raciones de granos y agua. En las galerías
subterráneas, la muerte por inanición, asfixia y derrumbes, era una constante.
Resignados a esa subsistencia inhumana, los nativos habían
perdido toda voluntad, hasta que un día, un grito retumbó desde las montañas:
“¡BASTA YA!”. Quien profirió este alarido de protesta fue un nativo llamado
Hamarúc. Harto de tanta degradación, muerte, abusos y mentiras, se descubrió el
torso y arengó a un grupo de sometidos a la rebelión. Armados con piedras y
palos, atacaron sorpresivamente a un grupo de sus opresores. Les arrebataron
las cabalgaduras y destrozaron sus armaduras, dándose con la sorpresa que
debajo de esa metálica piel había seres de carne y hueso… pero con el alma
corroída por la ambición.
Una vez despojados de sus atavíos, fueron entregados a la
plebe para que saciaran su sed de venganza por todos esos años de perversión,
maltrato y muerte de los que fueron objeto. Hamarúc se reservó al jefe; lo
tenía de rodillas ante sí, lo cogió por los cabellos y le vociferó al rostro
-¡Aquí sólo habemos dos culpables de esta masacre, tú por ser
una hiena sanguinaria, asesina y ambiciosa, y yo por ser un león que se hartó
de tus malas acciones!- A continuación, tomó una daga de pedernal, seccionó la
cabeza de este y la levantó en señal de triunfo para que la vieran los
sediciosos que estaban presentes.
La noticia del atrevido alzamiento de Hamarúc, corrió
velozmente, llegando a oídos del grueso de los invasores, quienes no se
demoraron en alistar a sus tropas con la finalidad de desagraviar la afrenta.
La horda que acompañaba a Hamarúc, los vio aparecer como hormigas amenazantes
en el horizonte. Eran miles de miles armados hasta los dientes, mas los
poquísimos amotinados no se amilanaron y permanecieron en sus lugares,
dispuestos a dar lucha… la presencia de Hamarúc, el león rebelde, su líder, les
infundía valor y fe.
Los invasores con sus armaduras, los exterminaron en cuestión
de minutos. La carnicería fue brutal, el fuego que expelían los brazos de los
invasores atravesó sus carnes desatando una muerte en cadena; con unos cuantos
estampidos aniquilaron a aquel puñadito de valientes que cual roedores, osaron
morder la cola del dragón.
Hamarúc fue tomado preso vivo y clavado de manos y pies a una
simbólica aspa de madera que erigieron en una colina para que todo nativo que
por allí pasara, viera su agonía como
escarmiento disuasivo contra cualquier otro intento de rebelión. El león
rebelde soportó su tortura sin proferir un ¡Ay!
El tercer día, levantó su mirada para, desde la atalaya en que había
sido crucificado, ver la inmensidad de aquellas tierras que les fueron
entregadas por los dioses a sus ancestros y que una manada de saqueadores
vestidos de metal se las arrebataron para apropiarse de las brillantes lagrimas
que el Sol vertió sobre ellas como dádiva por ser una raza divinamente
escogida. El león rebelde lloró y el líquido de su llanto cayó al piso formando
un manantial. Los clavos de sus manos y pies saltaron y Hamarúc se elevó a los
cielos con los brazos extendidos. Cuando los invasores regresaron con la
intención de desmembrar su cadáver y enviar sus piernas y brazos a cada punto
cardinal como macabra lección, sólo hallaron el aspa de madera vacía y el
manantial que su último llanto formó.
Cuentan aún, los ancianos del lugar, que nativo que pasara
por aquel lugar y aplacara su sed en las cristalinas aguas del manantial, al
levantar su vista ya tenía otra mirada… la misma mirada que tuviera Hamarúc
aquella tarde que desnudó su torso y se enfrentó a sus opresores. En aquellas
aguas se gestó la liberación de estas tierras del yugo de los invasores
vestidos de metal bruñido que montando en sus cuadrúpedas bestias, aparecieron
desde el otro lado del mar a robar las brillantes lágrimas del Sol.
Entre las últimas páginas del libro sagrado que yacía sobre
la mesa había una hermosa y larga pluma blanca.
jueves, 15 de marzo de 2018
LOS PARPADOS DE ETHEREA
Cuando me hube saciado, solté su pezón, estiré el pescuezo y mi hocico alcanzó un plano más allá de estos cielos. Entonces bostezaba atragantándome en cada bostezo con los sueños de allá, para traerlos entre mis fauces y luego soñarlos acá.
Es quizás por ello que cuando duermo me sientes lejano; y
cuando estoy despierto me percibes extraño, amor mío.
jueves, 1 de marzo de 2018
UN CÁLIZ VACIO
Ilustración y cuento de Oswaldo Mejía
Cap. 11 del libro "Delirios del Lirio"
(Derechos de autor, protegidos)
Desde muy niño, Nim dio muestras de ser un elegido, un ser
especial, uno de esos pocos que nacen para guiar grandes rebaños de “normales”.
Era evidente que por sus venas corría sangre de Titán, en sus genes, la semilla
de aquellos que tiempo atrás, subrepticiamente bajaron del cielo y preñaron a
ciertas hembras, sembrando sus entrañas
con su herencia. La contextura física de Nim era superior a la de los
demás. Estaba dotado de gran estatura, era hermoso y temerario… Su agudeza y
carisma lo destacaban ampliamente muy por encima de cualquier normal que hubiera
estampado huellas en el suelo de este planeta.
Los “normales” eran de naturaleza débil. Poseían una piel
endeble, fácil de rasgarse y eso los exponía a desangrarse ante el menor
accidente o ataque de bestias que pululaban en constante acechanza de presas.
Esa fragilidad los estaba llevando al borde de la extinción y por ende, a la
supresión de su presencia en el contexto de la forja de un legado. Apenas si
pasarían como el recuerdo de una huidiza especie que sirvió de alimento a los
depredadores.
Nim vino a este mundo con habilidades paranormales. Tenía
excelentes reflejos y una gran fortaleza física y emocional. Fabricar armas y
artificios para enfrentarse a las bestias que merodeaban por su precaria aldea,
era un juego para el pequeño Nim, quien desde muy jovencito supo erigirse como
un “Alfa” entre la gran manada de los “normales” con los que convivía. Poco a
poco su fama de cazador y protector se propagó por toda la faz del planeta.
Desde las zonas más lejanas, venían grupos y clanes de “normales” dispersos, a
solicitar la protección del gran “Nim”
No tardó el hábil cazador en convertirse en líder y luego
erigirse Rey de su clan. Su poder iba en aumento, el reinado resultaba
insuficiente para su sed de poder, entonces iba camino a ser el protector y
guía de un imperio, el emperador de todos los “normales”. Nim el único, Nim el
grande, “NIM, REY DE REYES”
Una vez acaparado todos los dones, dádivas y circunstancias
favorables, conquistar poder, riquezas y el respeto de sus súbditos, fue lo
esperado. Del mismo modo y como consecuencia de su grandeza, era el poseedor de
la mujer más hermosa de todas las habidas. Claro que la vida no olvida su
sarcástico juego y siempre se ensaña quebrantando la dicha total con algún
“pero…” Para Nim, la desdicha fue la imposibilidad de procrear.
El gran Nim, dueño del destino de cada integrante de la raza
de los “normales”, estaba incapacitado para engendrar su prole. Entre tanta luz
que irradiaba, esa era la parte oscura de su existencia, el origen de sus
penas, desdichas y fatales desatinos.
Ese ingrato segmento de su existencia era el secreto que
guardábamos celosamente, el gran Nim, su esposa Semira y yo. Crecimos juntos,
compartiendo juegos de niños, nuestras primeras experiencias con las hembras de
la especie, luchas, batallas y su precoz asenso al poder, yo, refugiado en su
fuerza y destreza y él, amparado en mis consejos y opiniones. Fue así que me convertí en el guardián de sus
confidencias.
Por lo demás, Nim seguía sorprendiendo a la humanidad con sus
genialidades. La que más trascendió, pues no había precedentes, fue la de
construir una muralla de protección que rodeara el perímetro de su extenso
reino, una hazaña que agregó a la enorme lista de sus proezas. Nim era el
arquitecto de la primera ciudadela
edificada y amurallada con piedras y ladrillos. Había construido a pulso, un
cobijo de material noble para guarecer a toda la raza de los “normales” y sin
embargo era incapaz de construirse un hogar propio, como cualquier mortal. Esto
era motivo de preocupación pues si no tenía hijos, no estaría completo,
quedaría expuesta ante sus vasallos, esa maldita fisura que lo condenaba. Esa
oquedad por la falta de un heredero biológico
para mostrar al mundo, fue la tortura que transformó al noble protector en un tirano cruel
y despiadado.
Una tarde, en el preciso instante en que el día agoniza y el sol se desangra
tiñendo al cielo con tonos rojizos, un ser misterioso -De esos que producen
frío y angustia a quien los mira o se les acerca- apareció en palacio diciendo tener un mensaje
vital para el gran Nim. Estaba cubierto de pies a cabeza por una gran manta
negra que arrastraba por el piso como si tuviera la orden de borrar sus
pisadas. Lo conduje hasta el trono y cuando estuvo frente al gran Nim, se
postro ante él y beso sus pies.
-¿Quién eres? Di lo que tengas que decir y lárgate- Exclamó
Nim, fastidiado.
Sin abandonar la postura de devoto arrodillado, el extraño
dijo:
-¡Soy la solución a tus problemas! Soy quien puede darte el cáliz con tu sangre
para que la muestres a tu pueblo. Te daré el hijo que tanto anhelas, te
convertiré en el Dios de todos esos “normales” que te siguen.
- ¿Por qué tanto interés? ¿Qué deseas?- quiso saber Nim que
para entonces mostraba curiosidad y recelo al mismo tiempo.
- A cambio quiero que me nombres tu sacerdote mayor y hacer
todo lo que yo te indique- A partir de aquellas palabras, el gran Nim perdió
toda voluntad, ni siquiera quería oír mis consejos.
Inicialmente, yo me opuse, no me gustaba nada este asunto.
- Nim, Dios no verá con buenos ojos lo que vas a hacer- Fue
mi consejo.
-¿Y crees que a mi, al gran Nim, le puede interesar lo que
opine un Dios que jamás se ocupó de proteger a esta raza que yo albergo,
resguardo y guío? Aquí yo soy Dios. Esta raza vive e ira esparciéndose y
dominando el mundo porque yo se lo he concedido. No vuelvas a mencionar a
ningún Dios que no sea yo o lo interpretaré como una blasfemia contra mí y no
dudaré en negarte el derecho a seguir viviendo. Entiende bien esto: Soy el
dueño de tu vida y de la vida de cada uno de los “normales” ¡Ustedes me deben
la vida a mí y sólo a mí!
Mientras decía esto,
una sombra negra en forma de disco cubrió la luna privando de su luminosidad al
mundo. En la absoluta oscuridad, el chisporroteo del fuego que emitían los ojos
del gran Nim se hizo más notorio.
-Ve y trae inmediatamente al más hermoso y mejor dotado de
mis esclavos, quiero tener un hijo que compita conmigo en belleza, fortaleza y
brío- acaté su orden sin mediar palabra.
En el cielo, el disco se dispersó y la luna recuperó su
fulgor iluminando la cópula del esclavo con la Reina Samira. El gran Nim se me
acercó y me dijo al oído:
-Déjalo que concluya su cometido y luego, llévatelo lejos y
elimínalo. No debe haber boca que hable de esto.
Yo no era un asesino, así es que ayudé a huir al esclavo y lo
dejé libre. Regresé al palacio, no sin antes manchar mi espada y manos con
sangre de cordero.
Cuando nació el fruto de esa farsa, el sacerdote mayor
convocó a todos los “normales” del mundo. Con el gran Nim y la Reina Semira a
su lado y el niño entre sus manos, se acercó al balcón, elevó sus brazos al
cielo y mostró al recién nacido a la multitud, diciendo:
-¡Este es el cáliz que contiene la sangre del Dios Nim,
nuestro Dios!
Como presagiando la tragedia, el cielo se oscureció y una
estela de luz bajó del mismo. El suelo empezó a temblar. Desde el norte sopló
un enérgico viento desintegrando a su paso cada piedra y cada ladrillo de la
majestuosa ciudadela. Entre la polvareda que pugnaba por cegarme, alcancé a
distinguir al gran Nim, cual si fuera un escorpión, introducir su propia daga
en sus entrañas. Semira quiso escabullirse pero unas lianas “salidas de la
nada” la sujetaron forzándola a mirar la catástrofe que su mentira había
causado.
Pasado el cataclismo, me levanté penosamente y empecé a
caminar entre los cientos de miles de cadáveres que quedaron regados por acción
de lo que debió ser el castigo divino. Noté que tenía heridas en el pecho pero
seguí caminando, esquivando los cuerpos que la muerte había dejado por doquier.
Plumas blancas cubrían la vastedad del lugar… en mi camino fui hallando algunos “normales” que, atónitos ante tal destrucción, luchaban por ponerse de pie. También ellos mostraban heridas en el pecho similares a las mías. Fue entonces que pude distinguir que aquellas llagas se articulaban en un epígrafe: “SÓLO LOS JUSTOS PERDURARÁN”.
miércoles, 14 de febrero de 2018
ALEA IACTA EST
¡Bienvenido al repollo, amor mío!
Llevo mucho aguardando tu triste mirada.
Hoy viniste asustado, mas no olvidaste tu sonrisa de niño
cínico.
No sé cuánto te dañaron allá afuera, ni quienes lo hicieron…
Tengo brazos para rodearte como se te antoje.
¡No temas esta noche, amor mío!
Si trajiste lágrimas, seré tu abnegada madre.
Si trajiste de lo otro, seré la hembra demente de tus
fantasías.
Quizás mañana al partir, ni desees volver la mirada.
Te iras con las manos vacías de recuerdos míos.
¡Y volveré a esperarte, amor mío!
Siempre habrá un camino de regreso.
Aunque tu retorno sea con otro rostro, aquí estaré
aguardándote.
Ven con tu mirada triste y tu sonrisa de niño cínico.
Trae tus lágrimas, o trae de lo otro… pero ven.
¡Bienvenido al repollo, amor mío!
¡Bienvenido a mi soledad de madre!
¡Bienvenido a mi calor de amante…!
¡Bienvenido al repollo, amor mío!