¡Brooooooom! ¡Brooooooom! ¡Brooooooooooom!
¡Brooooooooooom! ¡Brooooooom!
El ruido ensordecedor, repetitivo y acompasado, cada vez más
cercano, hacía temblar el suelo como si se tratara de las pisadas de un
gigantesco coloso. Me levanté asustado pero presto a dar batalla a lo que
fuere, mi naturaleza de veterano guerrero así me lo imponía. Instintivamente me
calcé el yelmo y cogí mi hacha de dos filos. Aunque estaba desnudo, aquellos
elementos me bastaban para protegerme y enfrentar cualquier situación que
pusiera en peligro la integridad de la Semidiosa, esa que se me había encomendado
salvaguardar y con quien compartía mi lecho. Antes de salir de la habitación me
volví para echarle una mirada. Estaba en total desnudez, agazapada en un
rincón, con la mirada desencajada y los labios en “O”. Su pánico se hacía
evidente en el color verde esmeralda al que había virado su piel, tonalidad
propia de los desamparados. Me acerqué con intención de abrazarla, pero ella no
me lo permitió. Me atajó con un movimiento de manos que danzaron en el aire
cual mariposa aturdida, centró su mirada llorosa en mis pupilas y exclamó:
-¡Vienen por mí! ¡Otra
vez vienen por mí!
Yo también la miré
pese a que en esa contemplación había desconcierto ¿Quién? ¿quiénes venían por
ella? No me detuve a pensarlo, simplemente salí corriendo del recinto dispuesto
a dar la vida por ella, nadie iba a llevársela, no se lo dije, pero lo di por
sentado. El ruido y el temblor que semejaba las pisadas de un gigantesco coloso
habían sido reemplazados por un griterío impreciso donde se entremezclaban
plegarias de mujeres, llanto de niños, retumbos de marchas a la carrera de
decenas de soldados y órdenes de oficiales que los conminaban a ocupar lugares
estratégicos.
A punto estaba de llegar a las murallas de protección cuando
un oficial se interpuso en mi camino, cubrió mi desnudez con un taparrabo de
piel y a continuación me dijo:
-Son cientos de miles de seres que parecen salidos de las
mismas entrañas del infierno.
Con unos cuantos trancos recorrí las escaleras que me
condujeron hacia lo alto de los andamios que servían para transitar el
perímetro amurallado. Miré hacia el horizonte y lo que vi era espeluznante,
incluso para mí que infinidad de veces me había visto cara a cara con la
muerte. Hasta donde alcanzaba mi vista, estaba plagado de cuadrúpedos deformes.
Sus cuartos traseros más pequeños, les otorgaba una marcada ondulación en sus
lomos a modo de joroba. Hocicos enormes provistos de filosa dentadura remataban
su amenazante corporeidad cubierta de crines e hirsuto pelaje negro. En el
centro del enjambre, se erigía una descomunal anda y sobre ella, un trono en el
que estaba sentada una fémina demoníaca completamente desnuda. De sus
entrepiernas salían llamaradas. Detrás de ella, tres monjes con túnicas grises,
sujetaban un cartel que llevaba inscrito “SOY LA DUDA, LA MADRE DE TODOS LOS
MIEDOS”
En las murallas seguían los ajetreos y correrías de los
soldados y oficiales preocupados por abastecer de pertrechos a quienes, en
primera línea, inútilmente intentarían repeler el inminente ataque cuando este
aconteciera. Uno de los tres sacerdotes cogió una tea y la encendió con el
fuego que brotaba de las entrepiernas de la infernal dama. Bajó de las andas y
la muchedumbre le abrió paso. El monje no caminaba, se deslizaba levitando a
unos veinte centímetros del piso y así fue acercándose hasta el portón que
flanqueaba la entrada a nuestra ciudadela.
-¡Hey, tú, guerrero!
LA MADRE DE TODOS LOS MIEDOS reclama a la Semidiosa que albergas y pretendes
proteger ¡Entrégamela y ven tú con ella! Tienes la promesa de que, si lo haces,
seguiremos de largo sin llevarnos ninguna de las vidas de esta nauseabunda
aldea.
En voz baja pedí a uno de los oficiales que me alcanzara un
perol de aceite hirviente e incandescente y sorpresivamente lo arrojé contra el
monje, como respuesta a su propuesta.
- ¡Púdrete en los infiernos, tú y tu soberana! - Mientras el
monje se retorcía carbonizándose, elevé amenazante mi hacha de dos filos y
vociferé retándoles:
-¡Vengan por nosotros,
huestes de esa ramera infernal! Aquí los espera el filo de mi hacha y la fortaleza
de mi alma iracunda.
LA MADRE DE TODOS LOS MIEDOS se puso de pie y aunque no
podíamos oír lo que decía, intuí que arengaba a su horda a atacarnos pues sus
movimientos eran enérgicos y no cesaba de señalar nuestras murallas como
objetivo principal.
Miré a mí alrededor. En los rostros de los oficiales, se
reflejaba el pavor de la cercanía del fin. Sentí que todos, en silencio, me
preguntaban con tono de acusación “¿Qué hiciste?”. Debo reconocer que tenían
razón para hacerlo ya que, arbitrariamente, los había condenado a una muerte
segura pudiendo evitarlo con sólo entregarme y entregarles a la Semidiosa. LA
MADRE DE TODOS LOS MIEDOS nos quería a los dos, nada más…
Afuera, el enjambre diabólico se movía de aquí para allá como
una marejada, estaban ansiosos esperando la orden para arrasarnos sin piedad
alguna. Unas cuantas criaturas subieron al anda y encendieron unas teas que
hundieron en la entrepierna de la fémina infernal que los guiaba. Con
anterioridad, habían apostado varias catapultas frente a nuestras murallas y
varios grupos de aquellas cuadrúpedas criaturas las iban cargando con una
sustancia oleaginosa mientras que los portadores de las teas iban
encendiéndolas una a una. En ese instante y de un modo impensado, súbitamente
el cielo se oscureció. Las lenguas de fuego que emergían de las cargas de las
catapultas y de la entrepierna de LA MADRE DE TODOS LOS MIEDOS, eran la única
la iluminación existente sobre la faz de la tierra, tornando más tétrica la
presencia de aquel enjambre de heraldos de la muerte. Los que estábamos tras
las murallas no podíamos distinguir nada, sabíamos que estábamos allí pues
escuchábamos el llanto, la respiración agitada y las plegarias de quienes
teníamos cerca.
De pronto, a nuestras espaldas, un resplandor celeste acaparó
nuestra atención. Todos los que estábamos en la muralla volteamos en actitud
defensiva esperando lo peor. Quedamos paralizados al ver a la Semidiosa en la
plenitud de su desnudez. De su piel irradiaba aquella luz celestial. El pánico
había desaparecido al igual que su mirada llorosa. Se dirigía resueltamente
hacia el portón de entrada. Cuando logré salir de la quietud en que nos sumió
su radiante presencia, bajé velozmente y me interpuse en su ruta. La Semidiosa
estiró su brazo y señalando con su índice la entrada, me ordenó:
-¡Abre ese portón! He vivido toda mi existencia esquivándola,
pero ha llegado el momento de enfrentarla. Ella, LA DUDA, MADRE DE TODOS LOS
MIEDOS, es mi madre, pero ya no le temo más. No intentes detenerme.
Sus pupilas estaban desmesuradamente dilatadas, parecía en
trance, sus ojos se presentaban negros en totalidad, sin iris, una mirada sin
brillo, casi sin vida. Quise atajarla, pero al acercarme a su resplandor, se me
chamuscó la palma de la mano y una fuerza sobrenatural me arrojó de espaldas
varios metros atrás. No sentí el dolor del impacto de mi caída ni el ardor
lógico de la quemadura en mi mano, pero sí noté que mi hacha había desaparecido
de mi otra mano y en su reemplazo empuñaba una larga pluma blanca.
La Semidiosa continuó su camino ante la atónita mirada de
todos los que estábamos en este lado de la muralla. Cuando llegó al portón, su
proximidad hizo estallar en mil pedazos los bloques de madera reforzada con
hierro, infundiéndole miedo a la horda de sitiadores. Ella, impasible,
prosiguió la marcha. A su paso, aquellas bestias babeantes y atontadas, se
hacían a un lado.
Cuando llegó al pie de las andas, LA DUDA, MADRE DE TODOS LOS
MIEDOS, se irguió al verla. La Semidiosa con su refulgencia se le acercó, le
tomó las manos y le dio un beso en la frente. Instantáneamente el anda fue el
epicentro de una gran explosión cuya onda expansiva desintegró todo resto de
ese infernal enjambre. A quienes estábamos en este lado de la muralla nos llegó
una ola de cenizas que amenazó con asfixiarnos, mas, pronto se disipó, nos
permitió salir y ver a la Semidiosa de rodillas en el mismo lugar donde antes
estuvo el anda… sola y desnuda. Corrí hacia ella con una manta que hallé y
cubrí su cuerpo.
Al tomarla en brazos para llevarla a lugar seguro, aprecié la
liviandad de su cuerpo. Inmediatamente, se desató una gran tormenta, pero no
era agua, no, eran plumas ¡Plumas blancas! Quedé aturdido por lo que sucedía,
mas, cuando pude reponerme, la extraña tormenta cesó, el suelo estaba cubierto
con las plumas, allí, en el mismo lugar donde cayó ella, la semidiosa. Me puse
de cuclillas y comencé a limpiar la zona de plumas, necesitaba quitarla de
allí, temí que se asfixiara, eran millones de plumas cubriendo su cuerpecillo,
pero…
- ¿Dónde está? ¡Respondan! - grité a los pocos hombres que
habían sobrevivido a ese fenómeno inusual- Silencio absoluto, cabizbajos, sólo
atinaron a señalar hacia mis espaldas.
A lo lejos, entre nimbos, alcancé a ver una guadaña, la
sombra de la muerte…y ella, mi niña semi-diosa…transportada en sus brazos hacia
el más allá…
- ¡Nooooooooooooooooooooooooo!-Mi aullido atravesó el
firmamento y el cielo se oscureció…