domingo, 3 de noviembre de 2019
ESCALERA PARA UN SUEÑO
sábado, 2 de noviembre de 2019
ULTIMO PARADERO A LA DERIVA
Niño, niña, duende o lo que fuere, no se separaba de mí. Si
caminaba, esa cosa caminaba. Si me detenía, esa cosa se detenía. Esa enorme
boca que ocupaba casi la totalidad de lo que sería su rostro me preocupaba… me
inquietaba…pero no había otra cosa con vida en la solitaria carretera, y me fui
acostumbrando a su compañía.
El cielo, el piso y la carretera tenían coloraciones grises verdosas, aunque cada cierto tramo se veía el tenue resplandor amarillento de unas iluminaciones provenientes de la nada. El paisaje era agobiante. A lo lejos vi que algo raudo venía por la carretera. Cuando llegó hasta mi ubicación pude ver que era una pequeña caja de madera, como una pequeña tina. Subí a ella y me senté con las rodillas recogidas. El pequeño monstruo también subió, se puso a mis espaldas, de pie y cogido de mis hombros.
Moviendo mis caderas de atrás para adelante repetidas veces, logré poner en movimiento mi caja móvil. La carretera en pendiente hizo el resto y la aceleración fue en aumento. Ahora íbamos a gran velocidad, deslizándonos como por un tobogán, hasta que un foso se cruzó en nuestro camino y caímos aparatosamente en él. Me puse de pie y me estaba sacudiendo el trasero, cuando vi que un tipo sentado en un borde del foso nos observaba.
Intrigado por su presencia, me quedé observando. Entonces,
ante mis ojos se duplicó. La réplica de aquel inesperado personaje saltó hacia
el foso y vino hacia mí amenazante. Me puse en guardia, medí las distancias y
cuando lo creí conveniente, salte sobre él, derribándolo. Me senté sobre su
pecho e intenté ahorcarlo, pero el replicado se echó a reír a carcajadas, ignorando
mis esfuerzos por asfixiarlo. De pronto todo se iluminó. Volteé hacia el lugar
de donde provenía la luz. Ante mis ojos había una multitud, sentados frente a
una mesa repleta de bebidas, carnes y potajes que la muchedumbre empezó a
engullir. Conforme iban comiendo, se transformaban en bestias cada vez más
repugnantes que tragaban y babeaban embarrándose en saliva y desperdicios de
comida y bebida. Y en medio, abrazados, el tipo que se replicó y el monstruito
de amplia boca que me acompañó hasta allí, reían a carcajadas.
Sentí pánico y quise salir corriendo de aquel lugar, pero
cuando me dispuse a correr descubrí que todas las vías eran un enmarañado de
toboganes, como si fueran venas y arterias de una gigantesca bestia. A partir
de ese día no he vuelto a dormir al filo de mi cama. Me acuesto al centro para
no volver a caer a la verdosa carretera.
SEMILLA DE DIOSES
Vinieron desde allá. Cuando llegaron, andábamos en cuatro patas y éramos “Un proyecto de Plenitud”. Ellos irguieron nuestros cuerpos, inquietaron nuestras almas, nos deslumbraron con el libre albedrio; mas, rebajaron nuestra esencia a “Un proyecto de felicidad. Ellos sembraron en nuestras mentes el temor a la muerte.
¿Sabes por qué, cuando andábamos a cuatro patas no rezábamos
plegarias?... ¡Porque no temíamos morir! …Sentíamos dolor, pero jamás
presagiábamos nuestra muerte.
Ellos metieron sus dedos en nuestras bocas y nos hicieron
probar de la ilusoria utopía llamada felicidad. A partir de ello vivimos
buscando alcanzarla, sin conseguirlo jamás; pues la felicidad es inexistente.
Sólo es un coqueteo, una sonrisa superficial.
Vinieron desde allá, dejando a su paso una estela de mundos
depredados y colapsados, y hoy están aquí culminando la depredación del
nuestro, mientras esperan el colapso para huir en busca de otros horizontes
¡Quiero volver a mi andar en cuatro patas! ¡Quiero retornar
mi esencia a “Un proyecto de plenitud! ¡Quiero hallar al Dios verdadero dentro
de mí…! ...Porque lo intuyo…Porque tiene lógica: Si somos hijos de Dioses, pues
tenemos sangre divina… ¡¡Entonces también somos Dioses!!
jueves, 12 de septiembre de 2019
LUNA DE HIEL EN EL MARAJO
Ilustración y prosa de Oswaldo Mejía.
(Derechos de autor,
protegidos)
Desde tiempos inmemorables había estado allí. Al amparo de su
sombra fue que el ánima del viejo Enrique, entre humaredas de hashish se les apareció
a ese par de niños locos para entre risas anunciarles la muerte de la madre de
Tawapara. Fue bajo su follaje, que Vicentico se ocultó para vestirse con aquel
ridículo disfraz de lagarto, que llevaría por el resto de su vida mientras
peregrinaba por el mundo repartiendo sus caramelos envenenados de fantasía. Fue
de entre sus ramas que, en los albores de la humanidad, descendió el primer par
de amantes que interactuó con los venidos de las estrellas. Muchos de los
acontecimientos más relevantes de esta comarca triste y fantasmal, se gestaron
al pie de este árbol milenario, ahora sin hojas y sin sombra que proyectar.
Un día, proveniente de algún sueño afiebrado, a los pies del
viejo roble, se materializó un iluminado; mezcla de druida, orate, mago y artista.
Tenía una encantadora sonrisa y la mirada estúpida, pero limpia, como la mirada
de aquellos seres incapaces de entender lo más elemental.
El viejo árbol pareció contagiarse de la alegría que irradiaba el recién llegado, e inexplicablemente empezó a coparse con el verdor de renovadas y lustrosas hojas.
Una creciente multitud de curiosos ávidos de creer en algo, fueron agolpándose alrededor del roble para ver su milagroso reverdecer y observar de cerca al iluminado, quien con su saliva iba tejiendo unas tupidas esterillas, que luego de secarlas al sol, usaba para garabatear en ellas, símbolos y figuras extrañas. Como tinta utilizaba una mezcla de sus propias lágrimas y tierra, aplicándola con su dedo índice derecho.
Nadie se iba del lugar sin llevar, aunque sea uno de los peculiares lienzos garabateados que el recién llegado obsequiaba con entusiasmo, sembrando con ello más y más sonrisas entre los asistentes. Especialmente las mujeres estaban auto-convencidas que aquellos símbolos tenían poderes curativos contra los males de amor y las heridas del alma. La comarca en pleno ahora rebosaba de alegría, contagiada por el brillo del recién materializado. Muchos se acercaban para tocarlo y untarse los dedos de las manos con su sudor.
El iluminado jamás descansaba, nunca dormía… tampoco se
alimentaba. De sus espaldas había brotado algo parecido a raíces que se
adhirieron al milenario roble; al parecer de esa manera parasitaba la energía
vital del árbol.
Una mañana, todo varió. La multitud arremolinada ante el
viejo árbol había desviado su atención hacia la repentina aparición de una
hermosa mujer de piel color turquesa que, con total desparpajo se exhibía
desnuda, mientras gruñía amenazante a quien intentara acercarse al iluminado.
Esta agresiva manera de reclamar exclusividad dio sus frutos. Entonces, ya
nadie pudo acercarse… Ya nadie pudo tocarlo, ni tampoco recibir de sus manos
las esterillas garabateadas.
Poco a poco la multitud fue perdiendo el interés, hasta
ignorar por completo al viejo roble, al iluminado y a la agresiva mujer con
piel color turquesa. Ella sonreía satisfecha al ver logrado su egoísta
objetivo, mas el iluminado no cesó de llorar por cuarenta y dos días con sus
respectivas noches.
La comarca volvió a sumirse en su triste y fantasmal aspecto.
La ilusión del iluminado que repartía sonrisas y alegría se había esfumado…
Al cabo de las seis semanas, el iluminado arrancó con sus
manos los apéndices con forma de raíces, que lo conectaban al roble, y tal como
vino, se fue en silencio.
El milenario árbol perdió sus hojas y paulatinamente fue
secándose hasta convertirse en un leño inerte.
Inútil resultarían las caricias y lágrimas incontenibles con
que la mujer de piel color turquesa, desesperadamente lo regaba intentando
reverdecer lo ya concluido.
“Hay destinos que jamás debieran cruzarse, aunque la vida
parezca permitirlo”
lunes, 26 de agosto de 2019
LA SEÑAL
Ilustración y cuento de Oswaldo Mejía.
Cap. 17 del libro "Delirios del Lirio"
(Derechos de autor, protegidos)
¡Brooooooom! ¡Brooooooom! ¡Brooooooooooom!
¡Brooooooooooom!
El ruido ensordecedor, repetitivo y acompasado, cada vez más
cercano, hacía temblar el suelo como si se tratara de las pisadas de un
gigantesco coloso. Me levanté asustado pero presto a dar batalla a lo que
fuere, mi naturaleza de veterano guerrero así me lo imponía. Instintivamente me
calcé el yelmo y cogí mi hacha de dos filos. Aunque estaba desnudo, aquellos
elementos me bastaban para protegerme y enfrentar cualquier situación que
pusiera en peligro la integridad de la Semidiosa, esa que se me había encomendado
salvaguardar y con quien compartía mi lecho. Antes de salir de la habitación me
volví para echarle una mirada. Estaba en total desnudez, agazapada en un
rincón, con la mirada desencajada y los labios en “O”. Su pánico se hacía
evidente en el color verde esmeralda al que había virado su piel, tonalidad
propia de los desamparados. Me acerqué con intención de abrazarla, pero ella no
me lo permitió. Me atajó con un movimiento de manos que danzaron en el aire
cual mariposa aturdida, centró su mirada llorosa en mis pupilas y exclamó:
-¡Vienen por mí! ¡Otra
vez vienen por mí!
Yo también la miré
pese a que en esa contemplación había desconcierto ¿Quién? ¿quiénes venían por
ella? No me detuve a pensarlo, simplemente salí corriendo del recinto dispuesto
a dar la vida por ella, nadie iba a llevársela, no se lo dije, pero lo di por
sentado. El ruido y el temblor que semejaba las pisadas de un gigantesco coloso
habían sido reemplazados por un griterío impreciso donde se entremezclaban
plegarias de mujeres, llanto de niños, retumbos de marchas a la carrera de
decenas de soldados y órdenes de oficiales que los conminaban a ocupar lugares
estratégicos.
A punto estaba de llegar a las murallas de protección cuando
un oficial se interpuso en mi camino, cubrió mi desnudez con un taparrabo de
piel y a continuación me dijo:
-Son cientos de miles de seres que parecen salidos de las
mismas entrañas del infierno.
Con unos cuantos trancos recorrí las escaleras que me
condujeron hacia lo alto de los andamios que servían para transitar el
perímetro amurallado. Miré hacia el horizonte y lo que vi era espeluznante,
incluso para mí que infinidad de veces me había visto cara a cara con la
muerte. Hasta donde alcanzaba mi vista, estaba plagado de cuadrúpedos deformes.
Sus cuartos traseros más pequeños, les otorgaba una marcada ondulación en sus
lomos a modo de joroba. Hocicos enormes provistos de filosa dentadura remataban
su amenazante corporeidad cubierta de crines e hirsuto pelaje negro. En el
centro del enjambre, se erigía una descomunal anda y sobre ella, un trono en el
que estaba sentada una fémina demoníaca completamente desnuda. De sus
entrepiernas salían llamaradas. Detrás de ella, tres monjes con túnicas grises,
sujetaban un cartel que llevaba inscrito “SOY LA DUDA, LA MADRE DE TODOS LOS
MIEDOS”
En las murallas seguían los ajetreos y correrías de los
soldados y oficiales preocupados por abastecer de pertrechos a quienes, en
primera línea, inútilmente intentarían repeler el inminente ataque cuando este
aconteciera. Uno de los tres sacerdotes cogió una tea y la encendió con el
fuego que brotaba de las entrepiernas de la infernal dama. Bajó de las andas y
la muchedumbre le abrió paso. El monje no caminaba, se deslizaba levitando a
unos veinte centímetros del piso y así fue acercándose hasta el portón que
flanqueaba la entrada a nuestra ciudadela.
-¡Hey, tú, guerrero!
LA MADRE DE TODOS LOS MIEDOS reclama a la Semidiosa que albergas y pretendes
proteger ¡Entrégamela y ven tú con ella! Tienes la promesa de que, si lo haces,
seguiremos de largo sin llevarnos ninguna de las vidas de esta nauseabunda
aldea.
En voz baja pedí a uno de los oficiales que me alcanzara un
perol de aceite hirviente e incandescente y sorpresivamente lo arrojé contra el
monje, como respuesta a su propuesta.
- ¡Púdrete en los infiernos, tú y tu soberana! - Mientras el
monje se retorcía carbonizándose, elevé amenazante mi hacha de dos filos y
vociferé retándoles:
-¡Vengan por nosotros,
huestes de esa ramera infernal! Aquí los espera el filo de mi hacha y la fortaleza
de mi alma iracunda.
LA MADRE DE TODOS LOS MIEDOS se puso de pie y aunque no
podíamos oír lo que decía, intuí que arengaba a su horda a atacarnos pues sus
movimientos eran enérgicos y no cesaba de señalar nuestras murallas como
objetivo principal.
Miré a mí alrededor. En los rostros de los oficiales, se
reflejaba el pavor de la cercanía del fin. Sentí que todos, en silencio, me
preguntaban con tono de acusación “¿Qué hiciste?”. Debo reconocer que tenían
razón para hacerlo ya que, arbitrariamente, los había condenado a una muerte
segura pudiendo evitarlo con sólo entregarme y entregarles a la Semidiosa. LA
MADRE DE TODOS LOS MIEDOS nos quería a los dos, nada más…
Afuera, el enjambre diabólico se movía de aquí para allá como
una marejada, estaban ansiosos esperando la orden para arrasarnos sin piedad
alguna. Unas cuantas criaturas subieron al anda y encendieron unas teas que
hundieron en la entrepierna de la fémina infernal que los guiaba. Con
anterioridad, habían apostado varias catapultas frente a nuestras murallas y
varios grupos de aquellas cuadrúpedas criaturas las iban cargando con una
sustancia oleaginosa mientras que los portadores de las teas iban
encendiéndolas una a una. En ese instante y de un modo impensado, súbitamente
el cielo se oscureció. Las lenguas de fuego que emergían de las cargas de las
catapultas y de la entrepierna de LA MADRE DE TODOS LOS MIEDOS, eran la única
la iluminación existente sobre la faz de la tierra, tornando más tétrica la
presencia de aquel enjambre de heraldos de la muerte. Los que estábamos tras
las murallas no podíamos distinguir nada, sabíamos que estábamos allí pues
escuchábamos el llanto, la respiración agitada y las plegarias de quienes
teníamos cerca.
De pronto, a nuestras espaldas, un resplandor celeste acaparó
nuestra atención. Todos los que estábamos en la muralla volteamos en actitud
defensiva esperando lo peor. Quedamos paralizados al ver a la Semidiosa en la
plenitud de su desnudez. De su piel irradiaba aquella luz celestial. El pánico
había desaparecido al igual que su mirada llorosa. Se dirigía resueltamente
hacia el portón de entrada. Cuando logré salir de la quietud en que nos sumió
su radiante presencia, bajé velozmente y me interpuse en su ruta. La Semidiosa
estiró su brazo y señalando con su índice la entrada, me ordenó:
-¡Abre ese portón! He vivido toda mi existencia esquivándola,
pero ha llegado el momento de enfrentarla. Ella, LA DUDA, MADRE DE TODOS LOS
MIEDOS, es mi madre, pero ya no le temo más. No intentes detenerme.
Sus pupilas estaban desmesuradamente dilatadas, parecía en
trance, sus ojos se presentaban negros en totalidad, sin iris, una mirada sin
brillo, casi sin vida. Quise atajarla, pero al acercarme a su resplandor, se me
chamuscó la palma de la mano y una fuerza sobrenatural me arrojó de espaldas
varios metros atrás. No sentí el dolor del impacto de mi caída ni el ardor
lógico de la quemadura en mi mano, pero sí noté que mi hacha había desaparecido
de mi otra mano y en su reemplazo empuñaba una larga pluma blanca.
La Semidiosa continuó su camino ante la atónita mirada de
todos los que estábamos en este lado de la muralla. Cuando llegó al portón, su
proximidad hizo estallar en mil pedazos los bloques de madera reforzada con
hierro, infundiéndole miedo a la horda de sitiadores. Ella, impasible,
prosiguió la marcha. A su paso, aquellas bestias babeantes y atontadas, se
hacían a un lado.
Cuando llegó al pie de las andas, LA DUDA, MADRE DE TODOS LOS
MIEDOS, se irguió al verla. La Semidiosa con su refulgencia se le acercó, le
tomó las manos y le dio un beso en la frente. Instantáneamente el anda fue el
epicentro de una gran explosión cuya onda expansiva desintegró todo resto de
ese infernal enjambre. A quienes estábamos en este lado de la muralla nos llegó
una ola de cenizas que amenazó con asfixiarnos, mas, pronto se disipó, nos
permitió salir y ver a la Semidiosa de rodillas en el mismo lugar donde antes
estuvo el anda… sola y desnuda. Corrí hacia ella con una manta que hallé y
cubrí su cuerpo.
Al tomarla en brazos para llevarla a lugar seguro, aprecié la
liviandad de su cuerpo. Inmediatamente, se desató una gran tormenta, pero no
era agua, no, eran plumas ¡Plumas blancas! Quedé aturdido por lo que sucedía,
mas, cuando pude reponerme, la extraña tormenta cesó, el suelo estaba cubierto
con las plumas, allí, en el mismo lugar donde cayó ella, la semidiosa. Me puse
de cuclillas y comencé a limpiar la zona de plumas, necesitaba quitarla de
allí, temí que se asfixiara, eran millones de plumas cubriendo su cuerpecillo,
pero…
- ¿Dónde está? ¡Respondan! - grité a los pocos hombres que
habían sobrevivido a ese fenómeno inusual- Silencio absoluto, cabizbajos, sólo
atinaron a señalar hacia mis espaldas.
A lo lejos, entre nimbos, alcancé a ver una guadaña, la
sombra de la muerte…y ella, mi niña semi-diosa…transportada en sus brazos hacia
el más allá…
- ¡Nooooooooooooooooooooooooo!-Mi aullido atravesó el
firmamento y el cielo se oscureció…
jueves, 18 de julio de 2019
EVADADORA
¡Madre! ¡Madre! ¿Estás allí?
… ¿Es que mis lágrimas no me permiten distinguirte?
Me proveíste del agua de tu mar,
Pero me falta tu cariño.
Necesito la tibieza de tu seno; tengo frío y el vivir me
duele.
¡Madre! ¡Madre! ¡Vuelve a mí!
¿Quién lavará mis pánicos?
Temo dar mis pasos en soledad.
¿Quién acariciará mis escamas, para convertirlas en plumas?
No me condenes a ser reptil el resto del camino.
No me niegues la oportunidad de ser ángel.
¡Madre! ¡Madre! ¿Estás allí?
… ¿Es que mis lágrimas no me permiten distinguirte?
sábado, 27 de abril de 2019
UNO INDIVISIBLE
Ilustración y cuento de Oswaldo Mejía.
Cap. 16 del libro "Delirios del Lirio"
(Derechos de autor, protegidos)
Es una especie que en su sangre lleva la herencia de Dioses
medianos y ángeles parias llegados aquí luego de acumular su conocimiento tras
cometer errores ancestrales, luego de depredar y llevar al colapso los mundos
que antes los cobijaron, Dioses y ángeles usurpadores que fueron recibiendo
lecciones dándose de cabezazos contra su propia necedad, y quizás ni siquiera
asimilaron las lecciones, quizás tan sólo se convirtieron en portadores de
malas experiencias, errando y tropezando múltiples veces con el mismo escollo.
El caso es que llegaron aquí con el estigma de destructores de mundos,
asustadizos fugitivos de fatales destinos que ellos mismos se forjaron.
Con esas taras a cuestas, generaron la vida en este planeta,
transmitiendo a las criaturas, productos de sus experimentos, el intrínseco
cretinismo a través de los genes que extrajeron de sí mismos y de ese modo,
inocularles la capacidad del libre albedrío. Los nativos de este planeta son la
semilla maldita e imperfecta de seres que vinieron del espacio huyendo e
intentando expiar culpas, mostrándose ante ellos como deidades infalibles,
omnipotentes, bondadosas y dueñas del gran orden universal. En realidad, no
eran más que evadidos que poseían algo de adelanto técnico y con esto pudieron
jugar a ser divinidades dadoras de vida.
Estos aprendices de Dioses, les instalaron el velo del
conocimiento limitado a sus creados, no permitiéndoles mirar más allá de donde
las supuestas divinidades dibujaron sus estrellas, entonces no pueden ni podrán
jamás, hacer conexión con el auténtico GRAN HACEDOR. Su heredada miopía espiritual,
les permite ver únicamente hasta el límite donde habitan sus Dioses y ángeles
ficticios. A ellos oran y solicitan dádivas y bendiciones que no se las pueden
conceder pues estos no tienen el poder de oír a millones de bocas implorantes y
aunque lo pudieran hacer, están muy ocupados intentando resolver sus propios
miedos, necesidades y hambres.
Su “perfección” e imagen a semejanza de estos Dioses falsos,
es la que les dicta que sean capaces de meter un animalito recién nacido en una
botella, alimentarlo y mantenerlo en ese cautiverio mientras lo ven crecer en
ese cada vez más apretado espacio que irá deformando su estructura ósea y todo
su organismo hasta convertirlo en un macabro adorno… el animal con cuerpo de
botella.
Es por ello que se divierten y hallan regocijo al estimular a
sus congéneres a subir a un octógono para darse golpes a diestra y siniestra
hasta terminar bañados con la sangre de sus contendientes y la suya propia a
cambio de aplausos y un puñado de monedas. Por lo mismo, adiestran a bestias y
aves en el arte de matar, aprovechándose
de su instinto de territorialidad. Todo ello es parte de ese “legado divino”…
Sentir placer al ver verter sangre ajena y espectar con deleite como se le va
la vida a otros seres en pro de su ludopático afán de apostar.
Son estas razones genéticas las que justifican su egoísmo al
ufanarse de las guerras que fomentan y el interés por acumular riquezas
mientras sus hermanos de raza, a su lado, mueren de hambre y sed. Allí radica
su intolerancia para soportar que quienes les rodean sean felices y tengan
acceso a convivir con el amor. Es esa funesta herencia la que los empuja a
hacer escarnio, mofarse y golpear el cuerpo y alma de una indefensa niña, cuyo
único pecado fue venir al mundo, desamparada e incapacitada para enfrentar
agresiones, debido a su real condición de ángel.
Esta niña nació hija de reyes. Rey y Reina con trono de esos
que se compran con esfuerzo, un poco de astucia y dinero. Estos Reyes, como
cualquiera en este mundo, jamás tuvieron la óptica para distinguir las alas de
su pequeña hija. La abandonaron en una cuna-jaula dorada rodeada de individuos
cuya función era alimentarla y velar por su crecimiento corporal. La cuidaban,
sí, pero también la mordisqueaban para compensar sus propios traumas, taras y
complejos, a expensas de maltratar a la niña angelical.
La vida se ensañó con ella desde sus primeros días. No
conoció a su Rey padre, quien prefirió irse dándole el título de bastarda. La
Reina madre se quedó con ella pero la hizo de lado, desentendiéndose del
natural instinto de prodigar amor y cariño al fruto de sus entrañas. Así fue
creciendo la niña ángel con cabellos de Sol, sin conocer una caricia sincera,
rodeada de viejas vestidas de túnicas y velos de color negro, tan negro como
sus almas. Ellas se regocijaban asustando y torturando a la frágil niña,
encerrándola a menudo en la oscura celda de una mazmorra donde habitaban
imaginarios demonios que las malditas viejas creaban y embutían en su infantil
mente para que la atormentaran desde su
propio subconsciente. Las lágrimas, la angustia y la soledad fueron su
inseparable compañía y aún cuando la niña logró escapar de su celda y alejarse
de las garras físicas de sus celadoras, nunca pudo huir de los barrotes de la
vulnerabilidad pues ya estaban enquistadas en su mente. De nada serviría la
careta de niña sonriente que con tanta dedicación se confeccionó para ocultar
su inseguridad ya que el aura y el aroma de su pureza, eran tan marcados que
traspasaban el cartón de su sonrisa, haciéndola propensa a la envidia que estos
seres llevan en la raíz de su esencia misma. Toda esta raza maldita tiene el
reflejo condicionado de ensañarse con los que se muestran débiles y sensibles.
Las perversas vestidas de túnicas y velos negros, siempre volvían para atormentarla…
aunque con diferentes rostros y otras vestimentas.
Con sus sueños de vidas pasadas en las que recordaba haber
extraviado un gran amor y sin perder la esperanza de hallarlo en esta, la niña
continuó su andar por este mundo sin lograr que sus atacantes la perdieran de
vista. Por donde iba y pese a su
sonriente mascara, era reconocida como una vulnerable, siendo siempre la presa
por defecto, de brutales mordiscones y arañazos que, aunque herían
profundamente su nívea piel y delicada musculatura, resultaban más lacerantes
para su ya adolorida alma. Ella se había jurado a sí misma que nunca más
lloraría ante sus atacantes… no volvería a darles ese placer. Entonces
soportaba estoicamente las arremetidas de sus agresores de turno sin variar la
“U” indeleble de su sonrisa. Si al llegar la noche debía llorar mientras curaba
sus heridas, lo haría a solas, hasta que el cansancio la sumiera en sueños. En
estado de ensueño, con sus alas oníricas, viajaba hacia los brazos de aquel
amor que en vidas pasadas se le perdió entre los derroteros del destino.
Ocurrió una tarde de abril. Por la rendija de su puerta,
alguien deslizó un papel blanco. La niña, curiosa, lo tomó y leyó: “Necesito tu
rostro para pintar un ángel”. Miró el
reverso de la hoja y en él halló la imagen de un rostro de hombre. El lado
derecho estaba pintado de color moreno y el izquierdo de color celeste. Sus
ojos tenían un mirar triste pero taladrante, y de marco, una cabellera
abundante y alborotada. La niña ahogó un grito y sin emitir sonido alguno se
dijo “Es él”. Abrió la puerta y salió corriendo hacia la calle para ver quién
había dejado la nota con aquella enigmática imagen mas no había nadie en los
alrededores. Vio a lo lejos un grupo de mujeres que con risas de hiena se
mofaban de su confusión. Presurosa, temiendo un nuevo ataque por parte de
estas, regresó a casa y cerró la puerta.
-¡Él es…Él es! ¿Pero dónde está? -
Llegó el invierno y la niña que amaba el mar con devoción,
decidió pasear por la playa, aprovechando que en esa época del año estaba
desierta. Una pequeña ola que se aventuró a mojar sus pies, trajo flotando
consigo una botellita y la depositó en la arena, delante de su vista. Al
recoger el pequeño frasco herméticamente taponado con un corchito, la niña vio
que en su interior había un papel enrollado, con sus delicados dedos lo
extrajo… otra nota pero que ahora decía
“Sólo permíteme adorarte” y más abajo, nuevamente la imagen enigmática del
hombre con el rostro de dos colores. Llevada por un fuerte impulso y sin dudar,
mordió su dedo haciéndolo sangrar y sobre la imagen escribió con su sangre “¡Te
amo!”. Colocó el papelito en la botella, la tapó con sumo cuidado y la lanzó
devolviéndola al mar…luego se sentó a esperar… ¿Qué? No lo sabía, sólo que
debía esperar…
Al día siguiente, las olas cómplices, trajeron nuevamente
hasta sus pies la botellita conteniendo otro mensaje que decía “Aún a la
distancia, no sueltes mi mano que yo no soltaré la tuya”, rubricada,
igualmente, con la imagen del rostro de dos colores. La niña, por vez primera,
conoció el sabor de la felicidad, se sentía dichosa, eufórica, su vida tenía un
motor para seguir existiendo. Embargada por esa sensación jamás antes sentida,
escribió: “Juro ante Dios que no volveré a soltar tu mano, amado mío”. Colocó
su respuesta dentro de la botellita y la tiró nuevamente al mar. Este ir y
venir de mensajes se repetía diariamente. La niña ángel, llena de ilusiones,
esperaba el próximo, siempre sentadita en la arena, sin moverse de su lugar.
El último mensaje decía: “Monta en tus alas de gaviota y ven
a mí. Atraviesa esas montañas, yo te esperaré en la playa del otro mar… hay un
largo sendero de lágrimas que nos falta recorrer, pero ese tramo lo caminaremos
juntos, tomados de la mano, cuidándonos mutuamente”.
Cuando ella bajó de los cielos, los brazos de su amor con el
rostro pintado de dos colores, rodearon su talle y ambos se fundieron en un
largo beso que se adeudaban desde vidas anteriores…un beso apasionado e intenso
que ambos habían esperado por mucho tiempo. En contraste, a unos pasos, también
les aguardaba una infinita multitud de estas criaturas herederas del egoísmo y
la crueldad que sus falsos Dioses trajeron de la falsedad de sus cielos. Los
tenían completamente rodeados, no había intenciones de dar paso al amor, no lo
permitirían.
Los vi tomarse de las manos y caminar con decisión hacia las
fauces y garras que, amenazantes, los aguardaban. Ante mis ojos se desató la
carnicería. Todos se afanaban por mordisquear y desgarrar los cuerpos de los
amantes pero ellos siguieron adentrándose entre la multitud hasta que los perdí
de vista.
Cuando todo hubo, aparentemente, culminado, la multitud se
dispersó dejando la playa libre de su repugnante presencia. En la arena sólo
quedaron unas cuantas plumas blancas y una estela de huellas de cuatro pies
desnudos que se esfumaron en el infinito.
lunes, 31 de diciembre de 2018
LOS TRAUMAS PSICOLÓGICOS
Video Monólogo (O. Mejía)
Monólogo sobre la determinante tragedia de los traumas
psicológicos en el ser humano ...La forma como posiblemente pueden afectarnos,
y también las posibilidades de revertir en alguna medida, sus efectos
devastadores, los cuales suelen bestializar a muchos, que naciendo humanos,
extravían esa condición mientras transitan por esta vida.
viernes, 8 de junio de 2018
NO REVERSIBLE
Ilustración y cuento de Oswaldo Mejía.
Cap. 15 del libro "Delirios del Lirio"
(Derechos de autor, protegidos)
*-¿Deseas saber quién eres?
Quizás Debas viajar hacia ti mismo, rebuscar entre tus recuerdos
olvidados…en lo más recóndito de tu mente… yo esperaré aquí tu retorno…
La luz del sol atravesando nuestros parpados anuncia un nuevo
día para ir hacia no sabemos dónde, en compañía de no sabemos quiénes, para hallar
quien sabe qué.
-¡Despierten!…- Recibimos órdenes de quienes no vemos, ni
escuchamos, ni sabemos nada…y nosotros obedecemos. Todos a la vez abrimos los
ojos en el momento preciso para un nuevo día, y sin mediar pregunta o palabra
alguna, todos a la vez nos ponemos de pie esperando la orden -¡Caminen!-
Entonces, juntos emprendemos la caminata
por la ruta que se nos vaya indicando.
Somos muchos, mas todos obedecemos esas órdenes silenciosas que retumban
dentro de nosotros.
Tenemos al Sol abrazador quemando nuestras espaldas, y
nuestros pies sangran. Sólo eso tenemos, nuestro dolor y el vacío de nuestras mentes. Nuestras almas
también han empezado a dolernos, pero seguimos caminando. Pasamos sobre arenas
calientes, campos espinosos y rocas filosas.
La caminata no se detiene mientras no recibamos orden de
hacerlo. Cualquiera de nuestras necesidades fisiológicas debemos atenderla
sobre la marcha, sin detenernos. Nuestra suciedad queda en el camino, y quienes
vienen detrás la pisotean embarrándose
los pies heridos y empolvados.
Hasta hace poco sólo teníamos dolor en nuestras pieles; pero ahora este
se está apoderando también de nuestras mentes…
Tenemos un recuerdo borroso de que llegamos desde muy
lejos. No sabemos cómo ni cuándo, pero
ese recuerdo está allí. Lo único que tenemos claro es que hace mucho tiempo
llevamos caminando por estos rumbos, los cuales parecen no tener fin.
En un momento del día llega la orden -¡Deténganse!- Todos la
percibimos; pero no hubo sonido… mas, obedecemos. Todos elevamos nuestras
miradas hacia el cielo, pero no lo miramos. Nuestra atención está fija en la
aparición de algo que estamos esperando ¡Y sí! Empezó a caer del cielo una
lluvia de bolitas blancas. Las cogemos en el aire con nuestras bocas abiertas y
también con nuestras manos; y las tragamos rápidamente. Cuando el cielo deja de
dar, bajamos nuestras miradas, nos agachamos para recoger e ir comiendo las
bolitas que cayeron al suelo en nuestro rededor.
-¡Caminen!- Es la orden, siempre sin ruido alguno. Todos
obedecemos. Seguimos un camino que vamos descubriendo paso a paso. La luz del
día va apagándose mientras el cielo varía de color. Ahora es rojo como nuestra
sangre. Así va presentándose la noche.
-¡Deténganse!- Esa es la orden sin sonido que se nos impone.
Nos detenemos, y en ese mismo lugar nos sentamos o recostamos. Momento para
rascarnos o sobar nuestras heridas, esperando aliviar en algo nuestro dolor.
Poco a poco la masa va compactándose. Nos vamos juntando hasta rozar nuestros
cuerpos, esperando el momento de la orden -¡Duerman!- Orden que no oiremos,
pero que hará caer nuestros parpados. Mañana será siempre igual al día anterior:
el amanecer, la caminata diaria, y la
misma pregunta que hace un tiempo da vueltas en nuestras cabezas -¿Qué hacemos
aquí?- …Igual, no habrá respuestas…
Nos despierta una luz tan intensa, que hiere nuestros ojos, a
pesar de que nuestros parpados estaban cerrados. Luego sentimos un estruendo y
el piso se sacudió violentamente. Cuando nos dimos cuenta, nos mirábamos los
unos a los otros. Los ojos y las bocas abiertas, buscando respuestas en
nuestras miradas llenas de asombro… Las luces hirientes se repiten, así como
los estruendos y temblores. Vamos juntando nuestros cuerpos, buscando compartir
nuestra confusión, y hacer de nuestro temor uno solo. Juntos estamos conociendo
al miedo.
Este día no hubo las órdenes. Estábamos despiertos y mirando
el cielo porque nos despertaron las luces hirientes, los estruendos y los
temblores. Por primera vez no estamos vacíos… estamos llenos de pánico, pero
atentos. Vimos grandes bolas brillantes volando de aquí para allá, y no eran
estrellas. Estas se movían rápidamente dejando marcas a su paso, como si
arañaran el cielo.
Aquel día sin órdenes silenciosas, no hubo caminata, no hubo
bolitas blancas cayendo del cielo. Pasamos todo el tiempo mirando atentamente
al cielo. Algunas veces las luces hirientes eran tan fuertes que quedábamos
ciegos por un rato; entonces buscábamos
que tocarnos con las manos, como para saber que seguíamos allí. Así fue que nos
percatamos que a algunos nos había aparecido una protuberancia en cada omóplato;
aunque nuestro miedo no nos permitió darle mucha atención al hecho.
Así, con todo ese miedo llenando nuestras mentes, llegó el
atardecer. Las luces hirientes, los estruendos y los temblores fueron
haciéndose cada vez más distanciados…más lejanos…hasta hacerse, apenas un
zumbido, que luego se perdió en el silencio. Y no hubo más… La noche se
acercaba. El cielo se tiñó de color rojo, entonces nos dimos cuenta que
habíamos pasado el día sin la compañía de los invisibles que guiaban nuestra
vida.
Jamás los habíamos visto, pero sabíamos que estaban allí,
caminando con nosotros y entre nosotros. Invisibles pero allí, guiándonos… Y
hoy no estuvieron…
Esta mañana el miedo se nos había presentado por primera vez,
y con él vino también eso que, aunque muy débil, empezaba a encenderse en
nuestras mentes primitivas. Supimos que esa masa que caminaba día a día, éramos
“Nosotros”. Unidos en el miedo, supimos que nos teníamos los unos a los otros…
Con la noche se nos presentó el miedo más grande… La soledad
que grita el abandono ¿Quién nos guiaría hacia lo desconocido del siguiente
paso? Llorando en silencio a la noche sorda, nos fuimos quedando dormidos. Sin
órdenes silenciosas que nos indicaran cerrar nuestros parpados, sin
la…vigilante…compañía…de los…
Al amanecer, cuando
sentimos la orden silenciosa -¡Despierten!- Abrimos nuestros ojos, y nos
encontramos con una mañana sin Sol y un cielo nublado. Nuestros cuerpos estaban
empapados; la noche debió llorar sobre nosotros mientras dormíamos. Su llanto
debió ser de tristeza, pues lo que cayó sobre nuestras pieles fueron lágrimas
negras y malolientes.
-¡Caminen!- Nos pusimos de pie y empezamos la caminata
diaria. El saber que quienes nos guiaban, aunque invisibles, estaban nuevamente
con nosotros y entre nosotros, invadió
nuestras mentes oscuras y vacías con una sensación desconocida…nos
sentimos bien.
Algo dentro de nosotros había empezado a cambiar. De a pocos
íbamos llenándonos de preguntas -¿Por
qué han empezado a aparecernos estos apéndices en nuestras espaldas? ¿Por qué
nos hacen caminar estos senderos? ¿Hacia dónde vamos realmente? ¿Por qué no nos dejan mirar hacia atrás?...
De pronto, al sentir las órdenes silenciosas, olvidamos todo…y obedecimos.
Algunas veces, antes de la orden -¡Duerman!- Miramos hacia el cielo, vemos las estrellas,
y sin saber por qué, algunas lágrimas ruedan por nuestras mejillas. Quisiéramos
decir algo, pero no sabemos cómo. Nuestras bocas resecas no saben decir nada.
Son nuestras miradas las que a veces dicen cosas, pero es poco…o es…nada…
Otro amanecer. Otro día para caminar. Las órdenes de siempre:
-¡Levántense! ¡Caminen!- …Y caminamos. Siempre hemos caminado vacíos, pero no
lo sentíamos. Ahora empezamos a sentirlo, y nos duele. Cuando el sol estuvo
sobre nuestras cabezas, pasamos por un campo donde sólo había arena y piedras,
y llegó la orden silenciosa -¡Deténganse!- Sabíamos que era momento de mirar
hacia arriba y esperar con nuestras bocas y manos abiertas, que cayeran las
bolitas blancas ¡Y sí! Empezaron a caer, pero sólo por un instante… ¡Y dejaron
de caer! Al inicio miramos al cielo con asombro, luego, algo dentro de nosotros
se quebró, y dolió mucho. Queríamos preguntar al cielo porqué nos negaba lo
bueno. Nos sentimos abandonados.
Lentamente fuimos bajando nuestras miradas y nos vimos a los ojos; vimos
nuestras caras y tuvimos miedo unos de otros. Nos agachamos con profundo
recelo, sin dejar de mirarnos a los ojos. Entonces no recogimos las bolitas
blancas. Lo que cogimos fueron piedras.
Un zumbido llenó nuestras cabezas y luego las órdenes
silenciosas doliéndonos.
-¡Atacar! ¡Atacar! ¡Atacaaaaaar!
Nunca antes habíamos sentido esas órdenes, pero obedecimos.
Empezamos a lanzarnos las piedras unos a otros. Lanzábamos y recibíamos
pedradas. Sentíamos mucho dolor con cada pedrada que golpeaba nuestros cuerpos,
pero no nos deteníamos. A más dolor, más ganas de seguir lanzando pedradas.
No nos dimos cuenta en que momento fue y como empezó, pero de
nuestras bocas salieron sonidos. Estábamos gritando. Temblábamos, sudábamos y
sangrábamos. Muchos caían y no se movían más. Las piedras no dejaron de llover
hasta que llegó la orden desde el silencio
-¡Deténganse!- Entonces fuimos soltando las piedras que aún
teníamos entre las manos… Y vino la calma.
-¡Caminen!- Y empezamos a caminar los que aún podíamos
hacerlo. Muchos sólo dieron unos pasos y luego cayeron. Los que veníamos más
atrás pasamos pisoteando los cuerpos de los caídos y de los que siguieron
cayendo en el camino.
-¡Deténganse!-
Nos dejamos caer. Estamos agotados. La sangre de nuestras
heridas está secando, pero el dolor que nos dejaron las pedradas en nuestros
cuerpos sigue allí. Y en nuestras mentes, un dolor más grande. Cada día
conocemos algo nuevo, pero todo nos viene con dolor -¡Duerman!- …Con
mucho…dolor…con…mucho…
Cuando desperté, el sol estaba directamente sobre mí, y a mi
rededor sólo había unos cuantos cuerpos inertes… La manada se había ido,
seguramente siguiendo las órdenes de los invisibles.
Una pluma blanca en el suelo llamó mi atención; la recogí y
empecé a caminar en sentido contrario a las huellas que dejaron los que hasta
ayer fueron “Nosotros”…