Desde muy niño, Nim dio muestras de ser un elegido, un ser
especial, uno de esos pocos que nacen para guiar grandes rebaños de “normales”.
Era evidente que por sus venas corría sangre de Titán, en sus genes, la semilla
de aquellos que tiempo atrás, subrepticiamente bajaron del cielo y preñaron a
ciertas hembras, sembrando sus entrañas
con su herencia. La contextura física de Nim era superior a la de los
demás. Estaba dotado de gran estatura, era hermoso y temerario… Su agudeza y
carisma lo destacaban ampliamente muy por encima de cualquier normal que hubiera
estampado huellas en el suelo de este planeta.
Los “normales” eran de naturaleza débil. Poseían una piel
endeble, fácil de rasgarse y eso los exponía a desangrarse ante el menor
accidente o ataque de bestias que pululaban en constante acechanza de presas.
Esa fragilidad los estaba llevando al borde de la extinción y por ende, a la
supresión de su presencia en el contexto de la forja de un legado. Apenas si
pasarían como el recuerdo de una huidiza especie que sirvió de alimento a los
depredadores.
Nim vino a este mundo con habilidades paranormales. Tenía
excelentes reflejos y una gran fortaleza física y emocional. Fabricar armas y
artificios para enfrentarse a las bestias que merodeaban por su precaria aldea,
era un juego para el pequeño Nim, quien desde muy jovencito supo erigirse como
un “Alfa” entre la gran manada de los “normales” con los que convivía. Poco a
poco su fama de cazador y protector se propagó por toda la faz del planeta.
Desde las zonas más lejanas, venían grupos y clanes de “normales” dispersos, a
solicitar la protección del gran “Nim”
No tardó el hábil cazador en convertirse en líder y luego
erigirse Rey de su clan. Su poder iba en aumento, el reinado resultaba
insuficiente para su sed de poder, entonces iba camino a ser el protector y
guía de un imperio, el emperador de todos los “normales”. Nim el único, Nim el
grande, “NIM, REY DE REYES”
Una vez acaparado todos los dones, dádivas y circunstancias
favorables, conquistar poder, riquezas y el respeto de sus súbditos, fue lo
esperado. Del mismo modo y como consecuencia de su grandeza, era el poseedor de
la mujer más hermosa de todas las habidas. Claro que la vida no olvida su
sarcástico juego y siempre se ensaña quebrantando la dicha total con algún
“pero…” Para Nim, la desdicha fue la imposibilidad de procrear.
El gran Nim, dueño del destino de cada integrante de la raza
de los “normales”, estaba incapacitado para engendrar su prole. Entre tanta luz
que irradiaba, esa era la parte oscura de su existencia, el origen de sus
penas, desdichas y fatales desatinos.
Ese ingrato segmento de su existencia era el secreto que
guardábamos celosamente, el gran Nim, su esposa Semira y yo. Crecimos juntos,
compartiendo juegos de niños, nuestras primeras experiencias con las hembras de
la especie, luchas, batallas y su precoz asenso al poder, yo, refugiado en su
fuerza y destreza y él, amparado en mis consejos y opiniones. Fue así que me convertí en el guardián de sus
confidencias.
Por lo demás, Nim seguía sorprendiendo a la humanidad con sus
genialidades. La que más trascendió, pues no había precedentes, fue la de
construir una muralla de protección que rodeara el perímetro de su extenso
reino, una hazaña que agregó a la enorme lista de sus proezas. Nim era el
arquitecto de la primera ciudadela
edificada y amurallada con piedras y ladrillos. Había construido a pulso, un
cobijo de material noble para guarecer a toda la raza de los “normales” y sin
embargo era incapaz de construirse un hogar propio, como cualquier mortal. Esto
era motivo de preocupación pues si no tenía hijos, no estaría completo,
quedaría expuesta ante sus vasallos, esa maldita fisura que lo condenaba. Esa
oquedad por la falta de un heredero biológico
para mostrar al mundo, fue la tortura que transformó al noble protector en un tirano cruel
y despiadado.
Una tarde, en el preciso instante en que el día agoniza y el sol se desangra
tiñendo al cielo con tonos rojizos, un ser misterioso -De esos que producen
frío y angustia a quien los mira o se les acerca- apareció en palacio diciendo tener un mensaje
vital para el gran Nim. Estaba cubierto de pies a cabeza por una gran manta
negra que arrastraba por el piso como si tuviera la orden de borrar sus
pisadas. Lo conduje hasta el trono y cuando estuvo frente al gran Nim, se
postro ante él y beso sus pies.
-¿Quién eres? Di lo que tengas que decir y lárgate- Exclamó
Nim, fastidiado.
Sin abandonar la postura de devoto arrodillado, el extraño
dijo:
-¡Soy la solución a tus problemas! Soy quien puede darte el cáliz con tu sangre
para que la muestres a tu pueblo. Te daré el hijo que tanto anhelas, te
convertiré en el Dios de todos esos “normales” que te siguen.
- ¿Por qué tanto interés? ¿Qué deseas?- quiso saber Nim que
para entonces mostraba curiosidad y recelo al mismo tiempo.
- A cambio quiero que me nombres tu sacerdote mayor y hacer
todo lo que yo te indique- A partir de aquellas palabras, el gran Nim perdió
toda voluntad, ni siquiera quería oír mis consejos.
Inicialmente, yo me opuse, no me gustaba nada este asunto.
- Nim, Dios no verá con buenos ojos lo que vas a hacer- Fue
mi consejo.
-¿Y crees que a mi, al gran Nim, le puede interesar lo que
opine un Dios que jamás se ocupó de proteger a esta raza que yo albergo,
resguardo y guío? Aquí yo soy Dios. Esta raza vive e ira esparciéndose y
dominando el mundo porque yo se lo he concedido. No vuelvas a mencionar a
ningún Dios que no sea yo o lo interpretaré como una blasfemia contra mí y no
dudaré en negarte el derecho a seguir viviendo. Entiende bien esto: Soy el
dueño de tu vida y de la vida de cada uno de los “normales” ¡Ustedes me deben
la vida a mí y sólo a mí!
Mientras decía esto,
una sombra negra en forma de disco cubrió la luna privando de su luminosidad al
mundo. En la absoluta oscuridad, el chisporroteo del fuego que emitían los ojos
del gran Nim se hizo más notorio.
-Ve y trae inmediatamente al más hermoso y mejor dotado de
mis esclavos, quiero tener un hijo que compita conmigo en belleza, fortaleza y
brío- acaté su orden sin mediar palabra.
En el cielo, el disco se dispersó y la luna recuperó su
fulgor iluminando la cópula del esclavo con la Reina Samira. El gran Nim se me
acercó y me dijo al oído:
-Déjalo que concluya su cometido y luego, llévatelo lejos y
elimínalo. No debe haber boca que hable de esto.
Yo no era un asesino, así es que ayudé a huir al esclavo y lo
dejé libre. Regresé al palacio, no sin antes manchar mi espada y manos con
sangre de cordero.
Cuando nació el fruto de esa farsa, el sacerdote mayor
convocó a todos los “normales” del mundo. Con el gran Nim y la Reina Semira a
su lado y el niño entre sus manos, se acercó al balcón, elevó sus brazos al
cielo y mostró al recién nacido a la multitud, diciendo:
-¡Este es el cáliz que contiene la sangre del Dios Nim,
nuestro Dios!
Como presagiando la tragedia, el cielo se oscureció y una
estela de luz bajó del mismo. El suelo empezó a temblar. Desde el norte sopló
un enérgico viento desintegrando a su paso cada piedra y cada ladrillo de la
majestuosa ciudadela. Entre la polvareda que pugnaba por cegarme, alcancé a
distinguir al gran Nim, cual si fuera un escorpión, introducir su propia daga
en sus entrañas. Semira quiso escabullirse pero unas lianas “salidas de la
nada” la sujetaron forzándola a mirar la catástrofe que su mentira había
causado.
Pasado el cataclismo, me levanté penosamente y empecé a
caminar entre los cientos de miles de cadáveres que quedaron regados por acción
de lo que debió ser el castigo divino. Noté que tenía heridas en el pecho pero
seguí caminando, esquivando los cuerpos que la muerte había dejado por doquier.
Plumas blancas cubrían la vastedad del lugar… en mi camino
fui hallando algunos “normales” que, atónitos ante tal destrucción, luchaban
por ponerse de pie. También ellos mostraban heridas en el pecho similares a las
mías. Fue entonces que pude distinguir que aquellas llagas se articulaban en un
epígrafe: “SÓLO LOS JUSTOS PERDURARÁN”.