Caseríos, aldeas y ciudades enteras eran arrasadas a su paso.
Se decía que por donde hubieron transitado sus huestes, no quedaba ladrillo
sobre ladrillo, ni roca sobre roca. Él mismo se hacía llamar “EL LÁTIGO DE
LUCIFER”. Quien se cruzara en su camino era despojado de todos sus bienes,
incluyendo la vida.
Miles y miles de enormes bestias enfundadas en pieles de
animales de las que colgaban cráneos y demás fragmentos óseos de sus víctimas,
exhibiéndolos como trofeos, recorrían el mundo sin un norte fijo. Claros eran
los objetivos que los motivaba: saquear, destruir, violar, exterminar cualquier
tipo de vida que no fuera la de ellos mismos.
Encaramados en terroríficas cabalgaduras bípedas con cabeza
de reptil y larguísimas patas rematadas en cascos que sacaban chispas al
friccionar el suelo que pisoteaban, iban de aquí para allá cual portadores de
destrucción y muerte. Cuando aparecían en el horizonte, seguidos de la
polvareda concentrada con el humo proveniente de las antorchas que portaban
como preludio del holocausto, el cielo se enlutaba y en contraste, la tétrica
luz del fuego que transportaban en sus manazas se tornaba más penetrante. Todo
hombre, animal o bestia que hubiese visto ese dantesco espectáculo,
difícilmente conservaba su existencia para describirlo. Singularmente, la vida
de los dementes era respetada por estos seres siniestros. EL LÁTIGO DE LUCIFER
estaba persuadido de que los locos eran los enviados directos del “SEÑOR DE LOS
CIELOS”… y él no quería verse involucrado en el conflicto que arriba libraban,
su amo, el mismísimo Demonio, con las fuerzas celestiales. Al menos poseía la
cordura de saberse un destructor terrenal, verdugo de humanos, sayón de
mortales… el terror del mundo… pero terrenal al fin…
La primera vez que me enfrente a él y sus huestes, venían del
sur. Se detuvieron a unos trescientos metros de mi aldea; desde nuestras
casuchas vimos cómo sin descender de sus cabalgaduras, se atiborraban de
bebidas embriagantes mientras excitaban con cánticos a su líder. Se sabían
dueños de la situación, eufóricos al alimentar nuestra angustia con la espera
pues ellos no tenían prisa por regar su mensaje de muerte.
Empuñé mi cayado y muy decidido fui a su encuentro. Estaba a
unos metros de EL LÁTIGO DE LUCIFER cuando este me vio y acto seguido,
interrumpió su desenfrenado brindis. Desde lo alto de su cabalgadura arrojó el
cráneo que le servía de jarro para libar y lo estrelló contra el empedrado. Me
miró fijamente, levantó el dedo índice por encima mío señalando mi aldea, mientras
que con su vozarrón pronunciaba palabras inentendibles, una especie de dialecto
que en mi largo trajinar por el mundo jamás había oído. De inmediato, su
General BELCEBAAL, el más leal y sanguinario de sus chacales, puso en marcha a
la horda y enrumbaron en tropel hacia mi poblado, pasando por mis costados,
pero teniendo la precaución de no rozarme siquiera. Al mirar hacia atrás, pude
ver cómo mi gente, despavorida, intentaba inútilmente huir de su irremediable
destino. Lleno de impotencia caí de rodillas y sólo atiné a observar tamaña
carnicería ¿Qué otra cosa podía hacer?
Culminado su cometido, el ejército de bestias retornó con el
producto del saqueo: joyas, monedas, telas, pieles, comida y vino; retornaron a
sus posiciones, a las espaldas de su líder, EL LÁTIGO DE LUCIFER. Este se
dirigió a mí con un lenguaje que yo pude entender:
-Agradece a tu Dios que sigues vivo, él sabrá por qué te
concibió demente y te envió aquí. No soy quien para derramar tu sangre- Dio
media vuelta y se fue seguido de su infernal ejército. En ese momento advertí
el calor del viento a medida que el fuego iba consumiendo aquella que alguna
vez fue mi aldea. Bajé la cabeza, vencido, apesadumbrado… entre mis pies había
tres plumas blancas.
Durante mucho tiempo caminé sin cesar en sentido contrario a
la dirección escogida por EL LÁTIGO DE LUCIFER. Me detuve de modo brusco cuando
ante mí apareció un oasis. En ese paraíso imprevisto se hallaba una niña;
estaba sola y parecía desdichada, con sólo mirarla a los ojos, se podía
descubrir la tristeza de su alma. Tenía el cabello desordenado y teñido de
diversos colores. Me vio llegar y sin inmutarse continuó jugando con una ramita
que introducía en las aguas diáfanas del manantial; la humedecía y luego la
llevaba a su boca sorbiendo las gotitas que conseguía juntar. A pesar de estar
extasiado con la visión esplendorosa de esa niña ingrávida, atendí la urgencia
que reclamaba mi sed; junté mis manos haciendo un cuenco y sin dejar de mirarla
tomé unos tragos del líquido elemento. Mientras bebía, con un murmullo dócil me
dijo:
-Eres un druida, eres sabio…
por ello llevas el miedo y la duda sobre tus hombros. Si ya saciaste tu
sed, tenemos que ponernos en camino, debemos cumplir lo que escrito está, aun
cuando nos falte la capacidad para descifrarlo. ÉL nos lo develará cuando sea
el momento.
Se puso de pie y vino hacia mí, tomó mi mano, me ayudó a
incorporarme y nos pusimos a caminar a la deriva, guiados por la brisa o quizá
por el destino mismo que nos transportaba sin pedirnos autorización, nunca lo
hace, el destino se presenta y te conduce y tú no debes resistirte pues, tal
como dijo la niña, escrito está...
-Scriptum est- le dije y ella sonrió.
Al cabo de siete días de agotadora caminata, ambos en
completo mutismo, llegamos a las inmediaciones de una ciudadela.
-Nunca esperes nada de nadie, así no sufrirás decepciones.
Ama, pero sin condiciones, no esperes que te devuelvan amor- Dijo sin más. No
comprendí qué intentaba decirme y me quedé en silencio.
Nos internamos en la ciudadela en busca de alguna posada o
taberna donde nos pudieran facilitar algo de comer y beber. Mi cayado y mi
aspecto me manifestaban como druida, así es que no fue difícil procurarnos un
trozo de pan caliente, algo de vino y un lugar bajo techo donde guarecernos.
Saciado nuestro apetito, nos recostamos en un rincón. Tratando de abrigarla con
la tibieza de mi cuerpo, la arrimé a mi pecho y la envolví con mis brazos;
gracias al calor que mutuamente nos proporcionábamos, nos tardamos en
dormirnos. En mi viaje onírico, la niña y yo estábamos sentados pero
suspendidos en el aire; ella me decía:
-Juntos construimos una gran torre que ordenará el curso de
los vientos. Seremos un uno, indivisibles… eso pude descifrar del extenso libro
de nuestra vida.
De pronto, el estado de onírica levitación, se vio
interrumpido por gritos de auxilio y alaridos amenazadores que provenían del
mundo real. Me desperté asustado, y con sumo cuidado para no interrumpir su
sueño, ubiqué a la niña a un lado. Por una ventanilla penetraba una luz rojiza,
también olor a chamuscado junto a una humareda negra y espesa. Cuando alcancé a
mirar el exterior, un vaho ardiente azotó mi cuerpo. Afuera todo estaba en
llamas. Me puse en alerta, semejante infierno no podía haber sido desatado sino
por las huestes de EL LÁTIGO DE LUCIFER. En medio de mis cavilaciones, entró al
lugar donde nos encontrábamos, el mismísimo BELCEBAAL, quien poniendo la
ensangrentada punta de su espada en mi garganta me dijo:
- ¡Apártate de mi camino, viejo orate u olvidaré que tengo
orden de no tocar a los dementes como tú! - Su mirada se había posado en la
niña.
- ¡No te atrevas a tocarla, criatura del demonio, es un
ángel!- Exclamé desafiante. Al oír mis gritos, la bestia contenida en esa
descomunal corpulencia se encolerizó, levantó su espada y la descargó sobre mí
con tanta violencia que me quebró la clavícula izquierda. El impacto me
derribó. La herida era profunda, una hemorragia incontrolable brotaba de ella.
BELCEBAAL, despreocupándose de mí, se dirigió hacia la niña
que estaba acurrucada contra la pared, presa del pánico. El maldito, con un
certero y único tajo, cortó sus ropas, cayendo estas al piso y dejándola
expuesta en su desnudez. Se la echó al hombro dispuesto a llevársela como si
fuera un trofeo-botín. Justo en ese instante apareció en la entrada, espada en
mano, EL LÁTIGO DE LUCIFER. Me echó una ojeada, y dirigiéndose a BELCEBAAL
dijo:
-¿Te atreviste a tocar al druida? ¿Desobedeciste mis órdenes?
¡Suelta a la niña, ella no es para ti!
Sin ánimo de renunciar a su trofeo, BELCEBAAL protestó:
-El trato fue que lo que yo encontrará sería para mí ¡Y la
niña será mía, aunque para ello tenga que desparramar tus tripas por todo este
cuartucho! - refutó BELCEBAAL, que no estaba dispuesto a renunciar a su trofeo.
EL LÁTIGO DE LUCIFER, le asestó tan tremenda estocada que le
atravesó el abdomen de lado a lado. Con mucha delicadeza y ternura, cargó en
sus brazos a la niña y dando la espalda al moribundo BELCEBAAL, dijo en un
soliloquio monótono:
-Años llevo recorriendo cada metro de este mundo polvoriento,
regando odio, destrucción y muerte. Deseo amar, lo percibo… Tú eres el amor-
acarició con devoción los cabellos de la niña, ocasión que aprovechó el “leal”
BELCEBAAL para, en un último esfuerzo, hundir su espada en el dorso de EL
LÁTIGO DE LUCIFER hasta tocar su pulmón e hiriendo mortalmente su corazón. El
hombre-bestia que aterrorizara al mundo entero en nombre de los demonios del
averno, cayó gradualmente de rodillas, depositó con delicadeza a la niña en el
piso y se desplomó de bruces.
La niña, llorando, se acercó a rastras al cadáver de su
salvador y besó su nuca. En ese instante, ambos cadáveres iniciaron el proceso
de desintegración hasta quedar convertidos en arena.
La niña vino hacia mí, vendó mi hombro con jirones de lo que
quedaba de sus vestidos. Cuando salimos del habitáculo, no había otra cosa que
un desierto infinito.
–Vamos, debemos seguir viviendo lo que escrito está- dijo,
rompiendo el silencio.
Dos plumas blancas se depositaron en medio de ellos…