La brisa que entró por aquella ventana, fue trayendo hoja por
hoja hasta completar el libro sagrado que yacía sobre la mesa. En él estaban
contenidas palabras y voces muy antiguas que narraban historias de esas cuyos
recuerdos se esfuman en las memorias quedando como legados a la posteridad por
obra y gracia de visionarios alucinados; ellos redactan crónicas de hechos que
jamás atestiguaron y que quizás nunca ocurrieron… ¿O sí?
En tiempos muy lejanos, desde el otro lado del mar, llegaron
a estas tierras, enormes criaturas cuadrúpedas con brillantes monturas sobre
sus lomos de las que emergían seres de metal bruñido, con largos brazos que
escupían fuego y sonidos de trueno. Su aspecto sembraba terror en quienes los
veían. El suelo temblaba al paso de sus pisadas.
Su ansiedad era fácilmente perceptible: buscaban las
brillantes lágrimas que sobre estas tierras derramara el Sol, y nada ni nadie
detendría su ambicioso afán. Para lograr su cometido sometieron a hijos de
dioses atándoles las manos y colocando cepos a sus cuellos para matar su
dignidad y nobleza. Interminables hileras de cautivos liados con cuerdas y
cadenas eran arreadas, cargando pertrechos y provisiones sobre sus espaldas
cual si fueran bestias de carga. Las mujeres eran usadas para satisfacción de
sus bajos instintos carnales y/o como servidumbre en la recolección y labores
domésticas, siempre desde maltratos que lograban avasallarlas. Los azotes eran
persuasivos constantes a la indigna y servil obediencia. Muchos morían a causa
de la desnutrición, los trabajos forzados y las enfermedades venéreas que los
saqueadores trajeron consigo.
Nada detenía su ambicioso andar. Flechas, dardos, piedras y
cualquier otro tipo de resistencia, resultaban inútiles contra sus armaduras y
el ímpetu por apoderarse de las brillantes lágrimas del Sol. Valiéndose del
temor que infundían, conminaron al enfrentamiento de hermanos contra hermanos, induciéndolos al
pecado de la traición hacia su misma sangre. Destruyeron culturas ricas en
valores sociales, decapitaron Dioses y eliminaron tradiciones para imponer a
cambio, costumbres decadentes y credos hipócritas. En sus pechos y estandartes
llevaban pintadas aspas que decían ser la representación de un Dios sabio y
verdadero, a ellas veneraban y ante ellas se santiguaban antes de iniciar cada
matanza. Obligaban a los vencidos, a besar estos símbolos en actitud de
sumisión. Cambiaban sus nombres nativos con el fin de desintegrarles su
identidad, evitando que tuvieran un pasado al cual aferrarse, pretendiendo convencerles de que eran una raza
sin ancestros, una desheredada raza destinada a lamer los pies de los invasores
que vinieron del otro lado del océano.
Entre estos saqueadores de armadura que, sin escrúpulos ni
remordimientos herían, mutilaban y masacraban, se ocultaban otros invasores más
perversos aún… los que utilizando la
palabra como arma, asesinaban credos, extirpaban ideas y doblegaban las
almas. Ellos eran los encargados de interrogar y torturar a los sospechosos
que, supuestamente, conocían los lugares en los que se podía hallar más
lágrimas de Sol. Otra de sus funciones era la de oficiar rituales dedicados al
símbolo de su aspa protectora, allí predicaban, subliminalmente, una obediencia
unilateral de parte de los nativos. La maquiavélica premisa de esta doctrina
era “soporta cualquier abuso sin protestar, pues eso te hará merecedor del
paraíso”. Para la ocasión, vestían largas túnicas y escondían su rostro bajo
capuchas.
Durante más de un siglo arrasaron caseríos, reinos e imperios
con el único fin de arrebatar hasta la última gota de las brillantes lágrimas
del Sol. Cuando ya no quedaba ninguna sobre la superficie de estas tierras,
forzaron a los nativos a cavar y adentrarse en las entrañas de la tierra misma,
en busca de las codiciadas lágrimas. Con habilidad de ratas, los nativos
cavaban el subsuelo en jornadas largas y agotadoras, durante las cuales apenas
si se les suministraban pequeñas raciones de granos y agua. En las galerías
subterráneas, la muerte por inanición, asfixia y derrumbes, era una constante.
Resignados a esa subsistencia inhumana, los nativos habían
perdido toda voluntad, hasta que un día, un grito retumbó desde las montañas:
“¡BASTA YA!”. Quien profirió este alarido de protesta fue un nativo llamado
Hamarúc. Harto de tanta degradación, muerte, abusos y mentiras, se descubrió el
torso y arengó a un grupo de sometidos a la rebelión. Armados con piedras y
palos, atacaron sorpresivamente a un grupo de sus opresores. Les arrebataron
las cabalgaduras y destrozaron sus armaduras, dándose con la sorpresa que
debajo de esa metálica piel había seres de carne y hueso… pero con el alma
corroída por la ambición.
Una vez despojados de sus atavíos, fueron entregados a la
plebe para que saciaran su sed de venganza por todos esos años de perversión,
maltrato y muerte de los que fueron objeto. Hamarúc se reservó al jefe; lo
tenía de rodillas ante sí, lo cogió por los cabellos y le vociferó al rostro
-¡Aquí sólo habemos dos culpables de esta masacre, tú por ser
una hiena sanguinaria, asesina y ambiciosa, y yo por ser un león que se hartó
de tus malas acciones!- A continuación, tomó una daga de pedernal, seccionó la
cabeza de este y la levantó en señal de triunfo para que la vieran los
sediciosos que estaban presentes.
La noticia del atrevido alzamiento de Hamarúc, corrió
velozmente, llegando a oídos del grueso de los invasores, quienes no se
demoraron en alistar a sus tropas con la finalidad de desagraviar la afrenta.
La horda que acompañaba a Hamarúc, los vio aparecer como hormigas amenazantes
en el horizonte. Eran miles de miles armados hasta los dientes, mas los
poquísimos amotinados no se amilanaron y permanecieron en sus lugares,
dispuestos a dar lucha… la presencia de Hamarúc, el león rebelde, su líder, les
infundía valor y fe.
Los invasores con sus armaduras, los exterminaron en cuestión
de minutos. La carnicería fue brutal, el fuego que expelían los brazos de los
invasores atravesó sus carnes desatando una muerte en cadena; con unos cuantos
estampidos aniquilaron a aquel puñadito de valientes que cual roedores, osaron
morder la cola del dragón.
Hamarúc fue tomado preso vivo y clavado de manos y pies a una
simbólica aspa de madera que erigieron en una colina para que todo nativo que
por allí pasara, viera su agonía como
escarmiento disuasivo contra cualquier otro intento de rebelión. El león
rebelde soportó su tortura sin proferir un ¡Ay!
El tercer día, levantó su mirada para, desde la atalaya en que había
sido crucificado, ver la inmensidad de aquellas tierras que les fueron
entregadas por los dioses a sus ancestros y que una manada de saqueadores
vestidos de metal se las arrebataron para apropiarse de las brillantes lagrimas
que el Sol vertió sobre ellas como dádiva por ser una raza divinamente
escogida. El león rebelde lloró y el líquido de su llanto cayó al piso formando
un manantial. Los clavos de sus manos y pies saltaron y Hamarúc se elevó a los
cielos con los brazos extendidos. Cuando los invasores regresaron con la
intención de desmembrar su cadáver y enviar sus piernas y brazos a cada punto
cardinal como macabra lección, sólo hallaron el aspa de madera vacía y el
manantial que su último llanto formó.
Cuentan aún, los ancianos del lugar, que nativo que pasara
por aquel lugar y aplacara su sed en las cristalinas aguas del manantial, al
levantar su vista ya tenía otra mirada… la misma mirada que tuviera Hamarúc
aquella tarde que desnudó su torso y se enfrentó a sus opresores. En aquellas
aguas se gestó la liberación de estas tierras del yugo de los invasores
vestidos de metal bruñido que montando en sus cuadrúpedas bestias, aparecieron
desde el otro lado del mar a robar las brillantes lágrimas del Sol.
Entre las últimas páginas del libro sagrado que yacía sobre
la mesa había una hermosa y larga pluma blanca.