Ilustración y cuento de Oswaldo Mejía.
Cap. 14 del libro "Delirios del Lirio"
(Derechos de autor, protegidos)
A pesar de la penumbra envolvente, se podía escuchar el
bullicio proveniente de una gran actividad. Todo latía. Se percibía el flujo de
un torrente alimentando de vida toda esa gran bóveda. Aún así, un denso vaho a
muerte se esparcía en el ambiente y es que ese binomio contradictorio es ley
universal: La vida se presenta como heraldo de la muerte y la muerte es la
renovación de la vida. La gran bóveda estaba hecha de una estructura ósea
recubierta de músculos, tendones y arterias en versión macro que albergaba
infinidad de huevecillos palpitantes. Una mucosidad ámbar barnizaba todo,
creando destellos, brillos y contraluces, todo muy macabro.
Al parecer, yo era el único testigo consciente y tengo negada
la inteligencia necesaria para comprender el inicio de esto, tan sólo me mueve
la necesidad de parasitar. Tengo la virtud de la paciencia… era esperar la
llegada de mi hospedero era lo único que debía hacer.
De manera casi simultánea, muchos de los huevecillos se
rompieron e hicieron eclosión varias decenas de seres con las formas anatómicas
más diversas, desde las más repugnantes hasta las más hermosas criaturas,
algunas hasta tenían aspectos angelicales y mostraban muñones de alas saliendo
de sus omóplatos. Todos pugnaban por abandonar rápidamente el nidal que hasta
ese momento los había cobijado, como si un dictado instintivo los guiara a
emprender el urgente éxodo hacia una misma dirección. Unos se arrastraban;
otros caminaban con la torpeza de un cervatillo recién nacido, trastabillando y
dando tumbos; otros reptaban, mas ellos, sin excepción, se movilizaban
utilizando el mayor potencial de sus fuerzas, lo cual dificultaba que yo
pudiera lograr mi propósito: abordar a alguno de ellos.
Cuando alguno de estos seres alcanzaba a otro, inmediatamente
se desataba una lucha encarnizada donde se derrochaba dentelladas, arañazos,
pinchazos y ataques, cada cual utilizando los recursos que poseían para
agredir. En este contexto, la violencia esgrimida era indistinta de parte de
los seres repugnantes como de los de aspecto angelical que, en contraste a su
dulce apariencia, también sacaban a relucir una desmedida fiereza. El resultado
ineludible era, al menos, la muerte de uno de ellos pues los que venían detrás
y los alcanzaban, también tomaban parte de la contienda. Los que sobrevivían
continuaban la marcha hasta que se topaban con alguno que llevaba la delantera
o eran alcanzados por los rezagados, entonces se reanudaba la reyerta mortal y
despiadada. Cada vez eran menos los que continuaban en carrera. El recorrido
era una estela de vidas segadas y restos sanguinolentos regados como manifiesto
de la crueldad de aquella competencia irracional.
Los pocos que llegaban hasta el final del sendero, hallaban
una entrada estrecha y cavernosa y por allí se introducían, desapareciendo de
mi vista. Todo se había desarrollado de manera rápida y violenta, tal como lo
estipula la vida misma.
Mi agudo olfato o quizás mi instinto, me llevó a volver la
mirada hacia el inicio del drama, la nidada. Allí, entre la penumbra y los
restos de los huevecillos, el último de los rezagados, permanecía sentado
succionando el dedo pulgar de su mano derecha, como si fuera ajeno a todo lo
ocurrido, al pasaje mismo. Su frondosa cabellera azabache marcada por ondas,
apenas si dejaban ver parte de su rostro y su mirada triste y confundida. En
conjunto, su cuerpo y cabellera, daban la apariencia de un arbolito solitario y
seductor amparado en la oscuridad. Cual espora, aproveché una brisa y empujado
por el viento fui a posarme entre sus cabellos. Ni bien tuve contacto con él,
sentí un fogonazo de luz muy intenso pero acogedor; él era puro, limpio, un ser
con mucha luz, de esos que no tienen cabida ni oportunidad de sobrevivir en
este mundo hostil, pero era mi última oportunidad, luego de él no quedaba nadie
a quien parasitar, hubiera tenido que esperar la eternidad para que aconteciera
la siguiente eclosión masiva y yo no me podía exponer a sucumbir en la espera.
Guiado por mí apetito, me abrí paso hasta alcanzar su piel, me adherí a ella y
entonces sorbí de su sangre con avidez y hasta saciarme. Ahora era mi
hospedero, él me pertenecía, entonces, al tiempo que me nutría con su líquido
vital, que me brindaba la dadiva de vivir a sus expensas, me impulsaba a
cuidarlo. Así fue que nuestra relación viró a la mutua dependencia. Protegerlo
a él, era proteger mi propia existencia y estaba dispuesto a darme íntegramente
en ello. Por naturaleza yo tengo enraizado el instinto de la supervivencia ¿Y
por qué no compartir algo de ello con mi hospedero? Ello lo haría competitivo,
luchador y por ende más apto. Si él vivía yo vivía, así es que segregué algo de
mi instinto y lo inoculé en su torrente sanguíneo.
Inmediatamente su organismo reaccionó con un ligero
enervamiento seguido de una euforia inusitada. Se puso de pie y con paso
cansino pero firme inició el recorrido hacia la gruta de salida. Su andar
pausado dio oportunidad a que otros parásitos que se habían mantenido
imperceptibles, saltaran sobre él en pos de su sangre, más sólo tres lograron
aferrarse. Pude notar su presencia pues la sangre de nuestro hospedero ahora
tenía el sabor de la ira, el sabor de la fe y el sabor del razonamiento,
ingredientes aportados por los otros tres parásitos que, al igual que yo, debían
estar empeñados en proteger nuestra fuente de vida… nuestro hospedero.
A partir de entonces, quien nos llevaba a cuestas era un
hombre desafiante, alguien que creía en sí y en sus capacidades para
enfrentarse a cualquier adversidad. Su riego sanguíneo se había acelerado…
caminaba con más aplomo… era casi un semi-Dios terrenal, poseyendo todas las
condiciones para ser un vencedor. Caminamos hacia la gruta de salida, pero él
siempre atento de no pisotear los restos de los caídos en la brutal
competencia.
Cuando llegamos a la gruta vimos un hueco al final, era el
paso a un corredor que concluía en un salón donde se mostraban como únicas
salidas tres puertas. Caminamos llenos de curiosidad, pero con la cautela que
da la prudencia; pasamos el corredor y llegamos al salón. En estado de alerta,
nos mantuvimos dubitativos unos instantes. Desde mi posición, yo percibía,
además de la mía, la angustia de los otros tres parásitos como la de nuestro
hospedero mismo ya que su sangre variaba de sabor según su estado de ánimo y
según lo que aportábamos cada uno de los parásitos en pro de la toma de
decisiones. Éramos lo más análogo a un equipo dedicado a salvaguardar nuestra
supervivencia.
Abrimos una de las puertas y una intensa luz nos encegueció,
pero sólo un instante. Inmediatamente vimos un ambiente lleno de escaleras
inconexas por donde se paseaban seres muy extraños que desafiaban la gravedad y
la lógica pues muchos tramos de estas escaleras debían hacerse caminando de
cabeza, como si se tratara de un mundo al revés. Nos llamó la atención un tipo
con el cráneo rapado que tiraba de una cuerda atada a una piedra a la que le
daba órdenes; otro se auto-flagelaba las espaldas mientras recitaba plegarias;
muchos reían a carcajadas sin motivo alguno. Vimos a uno trepado a una vara y
con una brocha en la mano, intentando alcanzar el cielo para pintar un Sol
esplendoroso. Una mujer lloraba sin cesar mientras cargaba entre brazos a un
bebé imaginario. Un anciano de mirada extraviada hablaba sobre historias de
mundos fantásticos que a nadie le interesaba escuchar. Todo allí era una mezcla
de estupidez, demencia y absurda genialidad. Un tipo vestido con sombrero y
ropas multicolores, con una pluma entintada en sangre, se nos acercó y nos
dijo:
-¡Bienvenido a la locura!- A continuación, con su pluma
ensangrentada escribió algo en la frente de nuestro hospedero -Ya eres uno de
aquí, puedes volver cuando lo desees- dicho esto, se fue caminando hacia atrás
sin quitarnos la vista de encima.
Salimos, cerramos aquella puerta y nos enrumbamos hacia la
siguiente. Ni bien abrimos la segunda puerta, una mezcla de olores nauseabundos
pero tentadores cual feromonas llegaron hacia nosotros. El lugar estaba
escasamente iluminado por una tenue luz rojiza y todo lo visible tenía
impregnado un sabor retorcido y patético. Casi todos los allí presentes, tenían
garabateadas caricaturas de sonrisas en sus rostros. La mayoría de ellos
bebían, fumaban, contaban monedas y copulaban; los que no, yacían tirados en el
piso o arrumados en algún rincón en posiciones que semejaban a muñecos
desarticulados. El piso estaba alfombrado de secreciones y vómitos, por lo que
decidimos no dar un paso más hacia el interior. Una mujer semi desnuda y con un
tufo a todos los vicios, vino hacia nosotros, rodeó el cuello de nuestro
hospedero con sus brazos y se restregó contra su anatomía, a continuación, le
estampó un prolongado beso en la boca. Yo sentí claramente la contaminación de
la saliva de la mujerzuela en la sangre de nuestro hospedero. Cuando por fin se
separó, la mujer puso el dedo índice en sus labios y dijo:
-Cuando tu soledad te agobie, tienes un lugar aquí- Nos dio
la espalda y se alejó cimbreando sus nalgas y caderas. Presurosos y algo
asqueados salimos de allí y cerramos la puerta.
Al llegar a la tercera y última puerta, la abrimos con
extremo cuidado, muy lentamente. Nuestro hospedero introdujo la cabeza y vio
que allí reinaba un cielo azul apenas interrumpido por un largo muro y una
columna en primer plano sobre la que estaba recostada la criatura más hermosa
que pudiera imaginarse. Ella lloraba y con delicadeza juntaba sus lágrimas en
un cuenco. Cuando se dio cuenta de nuestra presencia, nos preguntó:
-¿Tienen sed, verdad?- y nos ofreció a beber las lágrimas que
había recolectado en el cuenco. Luego de beber el dulce líquido, los cuatro
parásitos, al unísono, nos percatamos de que ella era la primera que se había
dirigido a nuestro hospedero hablándonos en plural.
La mujer tomó de la mano a nuestro, hasta ese momento,
hospedero y le susurró al oído:
-Nunca más tu mano estará huérfana, yo no voy a soltarla…- Y
juntos empezaron a caminar hacia un espiral ascendente que culminaba en una
gran burbuja. En el camino cayeron cuatro plumas blancas y en cada una,
nosotros, los parásitos. Ese hombre ya no era de aquí, estaba completo y ningún
parásito era digno de beber su sangre…